La ruta desanda ondulantes campos que se ven de arriba y al rato se atraviesan por el centro, formando barrancas a sus lados. Colinas y cuchillas, valles y cañadas, se suceden en un paisaje agrícola, interrumpido cada tanto por puestos de madera con ovejas y la imagen distópica de unos enormes molinos eólicos.
Es la antesala de Minas de Corrales, el curioso pueblo uruguayo ubicado a 90 kilómetros de Rivera, una de las fronteras elegidas por tantos argentinos con destino a Brasil.
La calle principal, de unas seis cuadras, no parece desmesurada. “Ah…, pero fofoca (chisme, en portugués) tenemos, y de la buena”, asegura Edelweiss Oliver, en la puerta de la Posada del Minero, un hospedaje -el único- que resume la historia lugareña y recientemente fue galardonado como PyME uruguaya del año.
¿Minas de oro?
De manera intuitiva, uno podría decir “fútbol, asado, candombe” para hablar de Uruguay, pero nunca minería. “Sí, suena raro. Pero fue muy intensa hasta hace unos años. Incluso hoy hay rumores de una posible reapertura”, cuenta Mercedes Viana, esposa y socia de Oliver en un sitio que tuvo tantas desventuras como el pueblo, y que, como éste, se sobrepuso ganando varios premios a la innovación.
“Estás en el único sitio del país con categoría de minero, que vivió del oro, y en parte del campo, hasta hoy”, cuentan. Según ellas, el propio ADN de los pobladores es minero y se expresa en gestos parcos e mucha introspección, pero también en la fuerza, en la tenacidad para resistir.
“Corrales surge hacia fines de 1800 sobre las propias minas, sin planificación, ni plaza, ni orden urbano alguno. Se trabajaba abajo, y arriba se armaban calles, negocios y viviendas. Todo muy: aquí y ahora”, explican. El impulso inglés y luego francés, algunos personajes heroicos como la familia Davison, y la gran cantidad de niños y jóvenes que llenan la inmensa escuela estatal, pueblan sus intrincadas y desprolijas veredas.
“Ojo, pese a lo que parece, Corrales tiene 3.600 habitantes, que en este país es un montón. Son los vestigios del crecimiento minero. Incluso, en la década pasada registrábamos los ingresos más altos de Uruguay, lo que explica de algún modo la parsimonia para encarar otra cosa que no sea la minería”, sostiene Oliver. Pero es una esperanza algo engañosa, que tiene a un lado el brillo del oro, todavía aferrado a las piedras y escondido en los arenales. Pero al otro, el letargo de la espera.
Una posada temática
Abierta en 1887, la posada tuvo varios dueños y nombres emblemáticos como Hotel Artigas, en honor a los títulos originales de propiedad que estaban a nombre del hermano de José Gervasio, recibidos por donación real de Pedro II. En 1930 llegó a manos de los Viana, tras décadas de auge y declive minero.
“Nosotras lo tomamos en 2011 cuando el padre de Mercedes se enfermó y ya no podía sostenerlo. Hicimos varios cambios, como acordar con proveedores de las mineras para alquilar permanente, y así darle otro enfoque, otro nombre y expansión. Fue un desafío en muchos aspectos, porque vivíamos en São Paulo, una ciudad con 18 millones de personas, y al rato estábamos acá”, agrega Oliver, cuyo oficio principal no es la hotelería, sino la programación informática.
En ese tiempo pasaron de cinco a 22 habitaciones, hoy distribuidas en galerías que rodean un amplio parque en forma de herradura. En ellas se sostiene la temática minera, desde los respaldos de camas antiguas y las luminarias de los túneles, a las viejas maletas apiladas formando un escritorio.
Tras la fachada antigua en madera y piedra está el salón donde se organizan peñas y espectáculos musicales. Es una suerte de viejo bodegón, con una importante cava y varios juegos de mesa e ingenio como “La Conspiración”, un desafío que suele involucrar a toda la familia en la búsqueda de pistas para conocer la vida del minero Arnoldo.
Al lado está su restaurante, que gana prestigio con una carta discreta pero muy buena, con platos caseros que homenajean la cultura minera, como su chivito de pan negro activado con carbón y chispas de oro. En medio del parque se impone una gran piscina, con una tina a un lado y un hidromasaje al otro. El quincho, la parrilla, la mesa de ping-pong, los sillones y las hamacas.
“La frontera siempre fue un tema acá. Al punto que en un momento no se sabía si estabas en Brasil o en Uruguay. Aún hoy, para muchos uruguayos, todo lo que queda al otro lado del río Negro es algo más indefinido que lejano. Basta recordar, como dicen los lugareños, que a la región de Artigas se la vendió para pagar un faro en el sur”, recuerdan.
Lo que sí hubo con certeza fue, hacia mediados de siglo XIX, el Tratado de Permuta, que contemplaba un intercambio de territorios: Brasil se haría con la zona de la actual ciudad de Rivera a cambio del Rincón de Maneco. Finalmente, el congreso uruguayo no ratificó el acuerdo, pero Brasil ocupó igual el territorio, que luego renegoció. Sin embrago, aún hoy el Rincón de Artigas (o Rincão de Artigas), una porción de 257 km2 lindante a Rivera, sigue figurando como límite “contestado”, lo que implica que ambos países aún no se han puesto de acuerdo en su demarcación.
La fiebre del oro
Según algunos documentos, el proceso minero lo inició el brasileño José Soares, que apilaba frascos con arena y piedritas brillantes ante la mirada desconcertada de sus vecinos. Así empezaron a llegar de manera desordenada otros brasileños, y después europeos, como Clemente Barrial Posada, un ingeniero asturiano que vino por encargo de la corona española. También él, sin buscarlo, despabiló al gobierno local cuando pidió un permiso de explotación en territorio donde nadie sabía que había oro. “La gobernación le paga un favor al militar José Gregorio Suárez y le entrega la zona que hoy es Minas de Corrales, y donde se inicia la mina San Gregorio bajo dirección inglesa. Por eso, en todo el perímetro del pueblo, incluso en las barrancas del arroyo que lo atraviesa, se ven bocaminas con túneles que se cruzan y forman galerías subterráneas”, cuentan las propietarias de la posada.
Poco después, el desembarco fue de los franceses, el otro imperio que sustentaba su moneda en oro. Son quienes compraron la otra gran mina a Barreal Posadas, y fundaron Santa Ernestina, el pueblo vecino que hoy está deshabitado, pero llegó a tener 3000 habitantes en 1880. Amos y señores, los galos montaron la primera represa hidroeléctrica de América del Sur, con generación de energía hidromecánica para mover una moderna planta de procesamiento de oro que incluía un aerocarril. “Fue la época de mayor riqueza, con empresas de 500 empleados y minas dando oro por décadas. Si miras campo adentro aún se ven las torres del aerocarril que atraviesan 12 kilómetros por el aire para transformar rocas en lingotes”, amplían.
Pero ese esplendor tenía su contracara, y no sólo en el mal pago o las largas jornadas laborales. Basta citar una huelga reprimida de manera brutal, con más de 200 muertos que luego fueron declarados como resultado de un suicidio masivo según el documento oficial. Hacia afuera, sin embargo, ambas minas ofrecían un panorama brillante a la zona: era la más desarrollada del norte uruguayo, con tres hoteles (uno de ellos la actual Posada del Minero), operaciones quirúrgicas programadas con la luz de la represa, y hasta una sucursal de la coqueta confitería La Giralda. En 1918, al concluir la Primera Guerra Mundial, las inversiones francesas se retiraron. Quedaron laboreos en minas menores, cerraron los otros dos hoteles y Santa Ernestina sufrió un gran éxodo. La vitivinicultura y el ganado retuvieron a unos pocos, apadrinados por el Dr. Davinson y su esposa -enfermera y partera local- que arman un trapiche gratuito y de uso social. Así comenzó a organizarse el actual pueblo, que vive del campo hasta 1996. “Y entonces llegan los inversionistas canadienses, que curiosamente se retiran en 2018, 100 años después que los franceses. Y que dejan, como entonces, boquiabierto a todo el pueblo”, concluyen.
Garimpeiros
La luz del oro iluminaba la mente y el alma, y para la alquimia -practicada hasta el siglo XVIII- era clave de la piedra filosofal, un elixir que prolongaba la vida. Sir Rawson seguramente no creyera en nada de eso, pero negocios eran negocios. En la antigua Londres, una empresa le aseguraba que, en aquel rincón errante podría hacerse de grandes tesoros. “El tipo vendió todo, sacó el pasaje y se quedó con tres monedas de oro en el bolsillo. Al llegar con sus orgullosos papeles de propietario, se encontró con una explotación inexistente. Entonces, ni lerdo ni perezoso, compró el pasaje de vuelta a Europa, pero antes de embarcar fundió las monedas sobrantes como pepitas. Allá, consiguió un comprador al que además de títulos y una amplia descripción del paisaje americano del 1800, le entregó irrefutables pruebas”, cuenta Javier Carreira, y sentencia: “La ironía es que el oro sí estaba”. Montevideano de origen, con estudios en geología e historia, Carreira recaló en Corrales hace unos 15 años, escapando del bullicio citadino y fascinado por el halo misterioso del pago. Compró un establecimiento rural y dio rienda a su oficio de guitarrero, mientras merodeaba las quebradas con viejos buscadores. Así se hizo garimpeiro, o buscador artesanal de oro. “A las chicas de la posada las conocí por la música, y al rato andábamos hurgando ríos y armando salidas con los turistas, a los que les gusta el recitado y la guitarra, pero más el oro”, bromea. Según él, si se aplica algo de física, geología y sentido común, nada puede fallar. “No es cuento: a los garimpeiros los arroyos nos dan recompensa. Y para muchos significa una entrada real: si le metés unas cinco horas podés juntar medio gramo, que debe rondar los 40 dólares, un buen complemento de otras changas”.
El territorio alberga, según dice, restos minerales de dos etapas, una de 14 millones de años, y otra más reciente, de cuatro. “Para simplificar, al arrancar el magma y fundirse la arena y formarse el cuarzo, se le entrevera hierro y oro, y el tiempo lleva todo eso a la superficie, por los movimientos de placas de la zona. Luego la lluvia va lavando los campos, arrastrando todo hacia las cañadas. Por eso en un radio de 50 kilómetros encontrás cuarzo, partículas de arena, hierro, y claro… oro”, dice. Valorado desde los confines del tiempo por ser un metal escaso en la naturaleza, asociarse a la prosperidad y contar con propiedades físicas ideales para la joyería (dúctil, brillante, estable), siempre se lo encuentra en estado puro. Esto ocurre, según varias teorías, gracias a su origen: las condiciones extremas en el núcleo colapsante de las supernovas. Es decir, entonces, que todo el oro de la Tierra simplemente vendría de otro planeta. “Pero basta de verso: vamos por el nuestro”, propone. Toma su pala y comienza a volcar arenisca del lecho de un arroyito sobre una zaranda de plástico verde. Le coloca agua y la mece como un bebé, y cada tanto, la hunde para que ingrese otro pequeño chorro. La gira con la derecha y salpica un poco más con la izquierda. De a poco, las piedritas más grandes se caen, la arena se lava y unos finos hilos dorados empiezan a brillar. Sí, el oro está allí, ante nosotros.
La reconversión al turismo
El parque y el jardín de la posada están impecables. El responsable es Julio Silva, encargado del mantenimiento. Es minero, como lo fue su padre y su abuelo. Llegó aquí cuando la empresa canadiense, la última, se retiró. No muy veloz, pero sí decidido, logra abrir un paquete de yerba brasileña y vuelca un polvo verde flúor algo intimidante. Hecha el agua en la inmensa calabaza, y ofrece. Por la seriedad de la escena no parece adecuado negarse al inmenso chimarrão, el mate gaucho típico de Rio Grande do Sul que aquí también es rey. “Hay rumores de una posible vuelta a la mina. El pueblo está esperanzado, pero también paralizado, aguardando”. Y remata: “Lo peor es la espera…”.
La contaminación de las rocas que quedan tras las extracciones a gran escala, en contraste con la generación de empleos, son argumentos fuertes y atendibles a ambos lados de las mesas del restaurante. “A mí, hay cosas que me duelen más que otras. Sobre todo, cuando cae un ingeniero o empresario al hotel y se le acercan los vecinos. Quieren saber qué sabe, si va a haber trabajo”, dice Oliver haciendo una larga mueca, y sonríe: “Estamos acostumbradas igual a los desplantes. Cada tanto nos acordamos ese día de 2017, como que te diga un lunes, cuando vino el responsable de la empresa que nos alquilaba casi todas las habitaciones y nos dijo: No hay más plata, el miércoles nos vamos. Fue como pestañar, y pasar del 100% de ocupación al 10%. Pero nos reconvertimos al turismo: incorporamos salidas y juegos temáticos en el salón, armamos shows, mejoramos el restaurante, sacamos promos para contingentes escolares y nos pateamos la vida para que la posada se conozca. Y acá estamos”.
Datos útiles
La ruta desanda ondulantes campos que se ven de arriba y al rato se atraviesan por el centro, formando barrancas a sus lados. Colinas y cuchillas, valles y cañadas, se suceden en un paisaje agrícola, interrumpido cada tanto por puestos de madera con ovejas y la imagen distópica de unos enormes molinos eólicos.
Es la antesala de Minas de Corrales, el curioso pueblo uruguayo ubicado a 90 kilómetros de Rivera, una de las fronteras elegidas por tantos argentinos con destino a Brasil.
La calle principal, de unas seis cuadras, no parece desmesurada. “Ah…, pero fofoca (chisme, en portugués) tenemos, y de la buena”, asegura Edelweiss Oliver, en la puerta de la Posada del Minero, un hospedaje -el único- que resume la historia lugareña y recientemente fue galardonado como PyME uruguaya del año.
¿Minas de oro?
De manera intuitiva, uno podría decir “fútbol, asado, candombe” para hablar de Uruguay, pero nunca minería. “Sí, suena raro. Pero fue muy intensa hasta hace unos años. Incluso hoy hay rumores de una posible reapertura”, cuenta Mercedes Viana, esposa y socia de Oliver en un sitio que tuvo tantas desventuras como el pueblo, y que, como éste, se sobrepuso ganando varios premios a la innovación.
“Estás en el único sitio del país con categoría de minero, que vivió del oro, y en parte del campo, hasta hoy”, cuentan. Según ellas, el propio ADN de los pobladores es minero y se expresa en gestos parcos e mucha introspección, pero también en la fuerza, en la tenacidad para resistir.
“Corrales surge hacia fines de 1800 sobre las propias minas, sin planificación, ni plaza, ni orden urbano alguno. Se trabajaba abajo, y arriba se armaban calles, negocios y viviendas. Todo muy: aquí y ahora”, explican. El impulso inglés y luego francés, algunos personajes heroicos como la familia Davison, y la gran cantidad de niños y jóvenes que llenan la inmensa escuela estatal, pueblan sus intrincadas y desprolijas veredas.
“Ojo, pese a lo que parece, Corrales tiene 3.600 habitantes, que en este país es un montón. Son los vestigios del crecimiento minero. Incluso, en la década pasada registrábamos los ingresos más altos de Uruguay, lo que explica de algún modo la parsimonia para encarar otra cosa que no sea la minería”, sostiene Oliver. Pero es una esperanza algo engañosa, que tiene a un lado el brillo del oro, todavía aferrado a las piedras y escondido en los arenales. Pero al otro, el letargo de la espera.
Una posada temática
Abierta en 1887, la posada tuvo varios dueños y nombres emblemáticos como Hotel Artigas, en honor a los títulos originales de propiedad que estaban a nombre del hermano de José Gervasio, recibidos por donación real de Pedro II. En 1930 llegó a manos de los Viana, tras décadas de auge y declive minero.
“Nosotras lo tomamos en 2011 cuando el padre de Mercedes se enfermó y ya no podía sostenerlo. Hicimos varios cambios, como acordar con proveedores de las mineras para alquilar permanente, y así darle otro enfoque, otro nombre y expansión. Fue un desafío en muchos aspectos, porque vivíamos en São Paulo, una ciudad con 18 millones de personas, y al rato estábamos acá”, agrega Oliver, cuyo oficio principal no es la hotelería, sino la programación informática.
En ese tiempo pasaron de cinco a 22 habitaciones, hoy distribuidas en galerías que rodean un amplio parque en forma de herradura. En ellas se sostiene la temática minera, desde los respaldos de camas antiguas y las luminarias de los túneles, a las viejas maletas apiladas formando un escritorio.
Tras la fachada antigua en madera y piedra está el salón donde se organizan peñas y espectáculos musicales. Es una suerte de viejo bodegón, con una importante cava y varios juegos de mesa e ingenio como “La Conspiración”, un desafío que suele involucrar a toda la familia en la búsqueda de pistas para conocer la vida del minero Arnoldo.
Al lado está su restaurante, que gana prestigio con una carta discreta pero muy buena, con platos caseros que homenajean la cultura minera, como su chivito de pan negro activado con carbón y chispas de oro. En medio del parque se impone una gran piscina, con una tina a un lado y un hidromasaje al otro. El quincho, la parrilla, la mesa de ping-pong, los sillones y las hamacas.
“La frontera siempre fue un tema acá. Al punto que en un momento no se sabía si estabas en Brasil o en Uruguay. Aún hoy, para muchos uruguayos, todo lo que queda al otro lado del río Negro es algo más indefinido que lejano. Basta recordar, como dicen los lugareños, que a la región de Artigas se la vendió para pagar un faro en el sur”, recuerdan.
Lo que sí hubo con certeza fue, hacia mediados de siglo XIX, el Tratado de Permuta, que contemplaba un intercambio de territorios: Brasil se haría con la zona de la actual ciudad de Rivera a cambio del Rincón de Maneco. Finalmente, el congreso uruguayo no ratificó el acuerdo, pero Brasil ocupó igual el territorio, que luego renegoció. Sin embrago, aún hoy el Rincón de Artigas (o Rincão de Artigas), una porción de 257 km2 lindante a Rivera, sigue figurando como límite “contestado”, lo que implica que ambos países aún no se han puesto de acuerdo en su demarcación.
La fiebre del oro
Según algunos documentos, el proceso minero lo inició el brasileño José Soares, que apilaba frascos con arena y piedritas brillantes ante la mirada desconcertada de sus vecinos. Así empezaron a llegar de manera desordenada otros brasileños, y después europeos, como Clemente Barrial Posada, un ingeniero asturiano que vino por encargo de la corona española. También él, sin buscarlo, despabiló al gobierno local cuando pidió un permiso de explotación en territorio donde nadie sabía que había oro. “La gobernación le paga un favor al militar José Gregorio Suárez y le entrega la zona que hoy es Minas de Corrales, y donde se inicia la mina San Gregorio bajo dirección inglesa. Por eso, en todo el perímetro del pueblo, incluso en las barrancas del arroyo que lo atraviesa, se ven bocaminas con túneles que se cruzan y forman galerías subterráneas”, cuentan las propietarias de la posada.
Poco después, el desembarco fue de los franceses, el otro imperio que sustentaba su moneda en oro. Son quienes compraron la otra gran mina a Barreal Posadas, y fundaron Santa Ernestina, el pueblo vecino que hoy está deshabitado, pero llegó a tener 3000 habitantes en 1880. Amos y señores, los galos montaron la primera represa hidroeléctrica de América del Sur, con generación de energía hidromecánica para mover una moderna planta de procesamiento de oro que incluía un aerocarril. “Fue la época de mayor riqueza, con empresas de 500 empleados y minas dando oro por décadas. Si miras campo adentro aún se ven las torres del aerocarril que atraviesan 12 kilómetros por el aire para transformar rocas en lingotes”, amplían.
Pero ese esplendor tenía su contracara, y no sólo en el mal pago o las largas jornadas laborales. Basta citar una huelga reprimida de manera brutal, con más de 200 muertos que luego fueron declarados como resultado de un suicidio masivo según el documento oficial. Hacia afuera, sin embargo, ambas minas ofrecían un panorama brillante a la zona: era la más desarrollada del norte uruguayo, con tres hoteles (uno de ellos la actual Posada del Minero), operaciones quirúrgicas programadas con la luz de la represa, y hasta una sucursal de la coqueta confitería La Giralda. En 1918, al concluir la Primera Guerra Mundial, las inversiones francesas se retiraron. Quedaron laboreos en minas menores, cerraron los otros dos hoteles y Santa Ernestina sufrió un gran éxodo. La vitivinicultura y el ganado retuvieron a unos pocos, apadrinados por el Dr. Davinson y su esposa -enfermera y partera local- que arman un trapiche gratuito y de uso social. Así comenzó a organizarse el actual pueblo, que vive del campo hasta 1996. “Y entonces llegan los inversionistas canadienses, que curiosamente se retiran en 2018, 100 años después que los franceses. Y que dejan, como entonces, boquiabierto a todo el pueblo”, concluyen.
Garimpeiros
La luz del oro iluminaba la mente y el alma, y para la alquimia -practicada hasta el siglo XVIII- era clave de la piedra filosofal, un elixir que prolongaba la vida. Sir Rawson seguramente no creyera en nada de eso, pero negocios eran negocios. En la antigua Londres, una empresa le aseguraba que, en aquel rincón errante podría hacerse de grandes tesoros. “El tipo vendió todo, sacó el pasaje y se quedó con tres monedas de oro en el bolsillo. Al llegar con sus orgullosos papeles de propietario, se encontró con una explotación inexistente. Entonces, ni lerdo ni perezoso, compró el pasaje de vuelta a Europa, pero antes de embarcar fundió las monedas sobrantes como pepitas. Allá, consiguió un comprador al que además de títulos y una amplia descripción del paisaje americano del 1800, le entregó irrefutables pruebas”, cuenta Javier Carreira, y sentencia: “La ironía es que el oro sí estaba”. Montevideano de origen, con estudios en geología e historia, Carreira recaló en Corrales hace unos 15 años, escapando del bullicio citadino y fascinado por el halo misterioso del pago. Compró un establecimiento rural y dio rienda a su oficio de guitarrero, mientras merodeaba las quebradas con viejos buscadores. Así se hizo garimpeiro, o buscador artesanal de oro. “A las chicas de la posada las conocí por la música, y al rato andábamos hurgando ríos y armando salidas con los turistas, a los que les gusta el recitado y la guitarra, pero más el oro”, bromea. Según él, si se aplica algo de física, geología y sentido común, nada puede fallar. “No es cuento: a los garimpeiros los arroyos nos dan recompensa. Y para muchos significa una entrada real: si le metés unas cinco horas podés juntar medio gramo, que debe rondar los 40 dólares, un buen complemento de otras changas”.
El territorio alberga, según dice, restos minerales de dos etapas, una de 14 millones de años, y otra más reciente, de cuatro. “Para simplificar, al arrancar el magma y fundirse la arena y formarse el cuarzo, se le entrevera hierro y oro, y el tiempo lleva todo eso a la superficie, por los movimientos de placas de la zona. Luego la lluvia va lavando los campos, arrastrando todo hacia las cañadas. Por eso en un radio de 50 kilómetros encontrás cuarzo, partículas de arena, hierro, y claro… oro”, dice. Valorado desde los confines del tiempo por ser un metal escaso en la naturaleza, asociarse a la prosperidad y contar con propiedades físicas ideales para la joyería (dúctil, brillante, estable), siempre se lo encuentra en estado puro. Esto ocurre, según varias teorías, gracias a su origen: las condiciones extremas en el núcleo colapsante de las supernovas. Es decir, entonces, que todo el oro de la Tierra simplemente vendría de otro planeta. “Pero basta de verso: vamos por el nuestro”, propone. Toma su pala y comienza a volcar arenisca del lecho de un arroyito sobre una zaranda de plástico verde. Le coloca agua y la mece como un bebé, y cada tanto, la hunde para que ingrese otro pequeño chorro. La gira con la derecha y salpica un poco más con la izquierda. De a poco, las piedritas más grandes se caen, la arena se lava y unos finos hilos dorados empiezan a brillar. Sí, el oro está allí, ante nosotros.
La reconversión al turismo
El parque y el jardín de la posada están impecables. El responsable es Julio Silva, encargado del mantenimiento. Es minero, como lo fue su padre y su abuelo. Llegó aquí cuando la empresa canadiense, la última, se retiró. No muy veloz, pero sí decidido, logra abrir un paquete de yerba brasileña y vuelca un polvo verde flúor algo intimidante. Hecha el agua en la inmensa calabaza, y ofrece. Por la seriedad de la escena no parece adecuado negarse al inmenso chimarrão, el mate gaucho típico de Rio Grande do Sul que aquí también es rey. “Hay rumores de una posible vuelta a la mina. El pueblo está esperanzado, pero también paralizado, aguardando”. Y remata: “Lo peor es la espera…”.
La contaminación de las rocas que quedan tras las extracciones a gran escala, en contraste con la generación de empleos, son argumentos fuertes y atendibles a ambos lados de las mesas del restaurante. “A mí, hay cosas que me duelen más que otras. Sobre todo, cuando cae un ingeniero o empresario al hotel y se le acercan los vecinos. Quieren saber qué sabe, si va a haber trabajo”, dice Oliver haciendo una larga mueca, y sonríe: “Estamos acostumbradas igual a los desplantes. Cada tanto nos acordamos ese día de 2017, como que te diga un lunes, cuando vino el responsable de la empresa que nos alquilaba casi todas las habitaciones y nos dijo: No hay más plata, el miércoles nos vamos. Fue como pestañar, y pasar del 100% de ocupación al 10%. Pero nos reconvertimos al turismo: incorporamos salidas y juegos temáticos en el salón, armamos shows, mejoramos el restaurante, sacamos promos para contingentes escolares y nos pateamos la vida para que la posada se conozca. Y acá estamos”.
Datos útiles