Están los mitos y sus pareceres, cimentados en hechos históricos improbables. Están las utopías cotidianas entrelazadas con épicas de dudosa procedencia, pero no por ello menos verosímiles. Y están las idiosincrasias que no se dejan encasillar en una sola autenticidad. Si algo fue y sigue siendo un rasgo sobresaliente de España es su pasión por las diferencias culturales, sociales y étnicas, mixtura de la que aún quedan vestigios memorables.
Por esa península generosa en paisajes también monocordes, los milenios fueron dejando las huellas imperiales de Roma, la disciplina económica de los judíos sefardíes, la ley aparte de las comunidades gitanas, los prejuicios religiosos de la Iglesia católica y un mapa geopolítico que es un mosaico de autonomías disímiles. ¿Cuál sería la auténtica España?
Es de desear que todas las Españas lo sean: la de Almodóvar y la de las monjas de clausura, que anida en el corazón de Madrid; la de las coloridas fiestas populares, religiosas o paganas; la de los pueblos todavía invisibles y la de los espectaculares carnavales de Cádiz; la del superlativo jamón de pata negra de Extremadura y la de los pantagruélicos saraos gastronómicos de Euskadi; la del misticismo que inspiran los caminos de Santiago, y la de las aventuras del caballero andante y su escudero que el genio de Cervantes supo inmortalizar en una obra literaria inmarcesible. Los mitos y símbolos de cada región y, en cada región, sus particularidades. El inventario no ha hecho sino empezar.
Tras la huella de Don Quijote
Un territorio inmenso, escaso de habitantes y pletórico de viñedos. La blanca Airén y la tinta Garnacha se imponen en el orden vegetal de la Vitis vinifera en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, históricamente la gran proveedora de vinos. Cada tanto, la monotonía ondulada se ve intervenida por un conjunto de antiguos molinos de viento y el caserío cercano; la escenográfica visión preludia una existencia apacible, cuyos habitantes están persuadidos del peso histórico de Don Quijote. Los cinco siglos que anteceden la obra que don Miguel de Cervantes Saavedra concibió “en un lugar de La Mancha”, cuyo nombre prefirió no recordar, emiten sus latidos y nadie quiere perdérselos.
Argamasilla de Alba se arroga el derecho de ser la locación donde Cervantes padeció el cautiverio y donde, para sobrellevar esa pesada carga, escribió lo que en principio quiso ser un tratado de caballería y se convirtió en el libro universal de aventuras más famoso del mundo.
Allí puede verse la Cueva de Medrano, que mantiene la estructura original de las casas manchegas tradicionales, esos ámbitos que en pleno invierno conservan el calor y en verano redimen de la canícula exterior. Todo su valor histórico reside en la vinculación con la figura del manco de Lepanto que, se afirma, estuvo preso en esa cueva que su magna obra trascendió.
En El Toboso –pueblo de Toledo y residencia de la amada Dulcinea, Lorenza Aldonza–, reina una calma existencial prácticamente inalterable: todo el año llegan viajeros, encantados con la posibilidad de curiosear en la recreación de la Casa de Dulcinea y el Museo Cervantino. En este templo, depositario de numerosas y variadas ediciones en más de 70 lenguas, se guarda la más grande que existe (figura en la guía Guinness), hecha a mano por estudiantes de Barcelona, y con ejemplares firmados por Nelson Mandela, Rafa Nadal, Juan Domingo Perón, entre muchos otros.
En este pueblo sorprende un alojamiento muy especial; se trata de la Casa de la Torre, coloquialmente conocida como “la casa de Isabel”, una apasionada de la obra cervantina. Su mérito no sólo reside en haber coleccionado un apreciable número de El Quijote; a esto se suman sus dotes de anfitriona: Isabel recibe en su elegante morada a quienes llegan hasta El Toboso, ávidos de conectarse con el lugar donde se supone que pudo haber vivido Dulcinea, e impulsa interesantes encuentros literarios.
Alcázar de San Juan, una localidad de Ciudad Real donde hasta ayer nomás los campesinos se expresaban a la antigua (decían “la mía madre”, “el mío padre”, entre otros deliciosos anacronismos), hoy propone visitar el Museo Casa del Hidalgo. El término hidalgo significa, literalmente, “hijo de algo”, y atañe, por linaje, al estamento inferior de la nobleza, además de ser sinónimo de “generoso”, “magnánimo”. No es casual que esta figura haya inspirado a Cervantes para incluirla en las andanzas quijotescas.
Villarrubia de los Ojos, perteneciente también a Ciudad Real, primero fue Rubeum; en el siglo XI, ganó su condición de villa, dos vocablos que se convirtieron en Villarrubia. En el siglo XVI pasó a ser “de los Ajos”, por la cantidad que se cultivaba de esta aliácea; dos siglos después se llamó Villarrubia de los Oxos del Guadiana –río que discurre por su territorio– y luego lo fue sin Guadiana. Pero no se aclaran; hasta la fecha, se la menciona de ambas maneras.
Se sugiere detenerse en El Mirador de La Mancha, un alojamiento rural en pleno contacto con la naturaleza, que ofrece una muy buena gastronomía regional y definida “exquisita” por muchos. Sus responsables presumen de tener la escultura de madera del Quijote más grande del planeta Tierra –¿será así?–, que llega a medir nueve metros de altura.
Un ícono manchego es Campo de Criptana, con su comunidad de molinos de viento harineros que supieron ser prósperos y hoy son “la” postal del paraje. Mojón fundamental en esta ruta, con su centro de interpretación y el relajado paseo que invita a comer en las cuevas de La Martina, con un aire mediterráneo. Antes de decir adiós, no está de más demorarse en la terraza de Las Musas, trago de por medio, bajo una esplendidez a cielo abierto, puro e inabarcable, que colma vista y espíritu con las más preciadas estampas de este destino de memoria neolítica.
El opuesto sería Tomelloso, que guarda un tesoro subterráneo. Son las cuevas construidas en casas particulares a principios del siglo XIX (circa 1820), hoy patrimoniales y, en su momento, concebidas para la economía familiar basada en la elaboración y almacenamiento de vinos.
En la actualidad, la bodega y almazara Virgen de las Viñas (almazara, “molino de aceite”, y que, por extensión, se aplica a la uva como sinónimo de trapiche, lagar), con sus instalaciones –además de un museo etnográfico y un museo de arte contemporáneo–, es una realidad que expresa la dimensión de la actividad vitivinícola de la comunidad autónoma Castilla-La Mancha. A ello se añade el peso de esa institución como cooperativa de vinos, la más grande de Europa, de la que viven 3.000 familias.
Tomelloso tiene el orgullo de contar con el Museo Antonio López Torres, ilustre pintor realista que le da identidad a este espacio y que desde los 80 expone las realidades y beldades de su pueblo, sus gentes, sus paisajes, y el férreo e incuestionable compromiso con la tierra.
Sabores de La Mancha
Para cerrar este capítulo de itinerancia literaria, valga la parada en Escalona (ojo, hay otros pueblos con el mismo nombre): se trata de un municipio de la provincia de Toledo, un destino que, según parece, suele ser muy elegido en el verano por los madrileños por su paseo costero en el que el río Alberche, a los pies del castillo, tienta al remojón.
En la plaza principal se aprecia una escena del Lazarillo de Tormes –en medio de una colorida muestra de arte urbano–, otro emblemático personaje literario de España, pero en este caso de autor anónimo. La novela está escrita en primera persona y en estilo epistolar, cuyas ediciones más antiguas datan de 1554.
Por ubicación geográfica, Castilla-La Mancha fue y es un territorio de paso donde los caminos se cruzan, ya sea de la capital del reino hacia Andalucía, el Levante o el oeste extremo que preludia el acceso al país vecino de Portugal, o a la inversa.
La cocina castellana-manchega es sencilla, austera de recursos y, en general, de índole pastoril; de ahí que la carne de oveja y de cabra apenas deje lugar para la de vaca. El escritor y periodista Julio Camba –oriundo de Galicia, por otra parte– solía ironizar sobre la cocina española, de la que decía que estaba llena de ajo y de prejuicios religiosos. Tiene sentido: esta comunidad autónoma rinde un férreo culto al histórico reinado de los Reyes Católicos.
Ejemplos: Ajo mataero o pringue. Ajo de harina. Arroz con liebre. Asadillo. Atascaburras. Caldereta manchega. Carcamusas. Cochifrito. Conejo al ajillo. Duelos y quebrantos. Gachas (saladas y dulces). Gazpachos manchegos. Huevos a la porreta. Migas de pastor. Morcilla manchega. Patatas al ajo cabañil. Patatas al montón. Queso en aceite. Queso frito. Queso al romero. Perdiz escabechada. Pipirrana. Pisto manchego. Sopa castellana. Tiznao. Zarajos. Y en versión dulce: Pan de Calatrava. Almendrado. Alajú. Amarguillos. Arrope. Arroz con leche. Bienmesabe. Bizcocho borracho. Buñuelos. Copa imperial. Dormido del corpus. Flor frita. Fritillas. Hojuelas. Mazapán de Toledo. Miguelitos. Pestiños. Algunos han de faltar, necesariamente, pero hasta aquí podíamos llegar.
En una travesía por la inmensidad de Castilla-La Mancha cabe el lento recorrido por sus platos y paisajes, con atardeceres intensamente encendidos (no hay Photoshop que los emparde), campos dominados por los fulgores del azafrán (el oro de Consuegra), viñedos ad infinitum, nidos de cigüeñas en los campanarios. Y, cada tanto, el espejismo de un caballero delirante escoltado por la figura regordeta de un escudero sensato en el fugaz contraluz de un deseo soñado.
Están los mitos y sus pareceres, cimentados en hechos históricos improbables. Están las utopías cotidianas entrelazadas con épicas de dudosa procedencia, pero no por ello menos verosímiles. Y están las idiosincrasias que no se dejan encasillar en una sola autenticidad. Si algo fue y sigue siendo un rasgo sobresaliente de España es su pasión por las diferencias culturales, sociales y étnicas, mixtura de la que aún quedan vestigios memorables.
Por esa península generosa en paisajes también monocordes, los milenios fueron dejando las huellas imperiales de Roma, la disciplina económica de los judíos sefardíes, la ley aparte de las comunidades gitanas, los prejuicios religiosos de la Iglesia católica y un mapa geopolítico que es un mosaico de autonomías disímiles. ¿Cuál sería la auténtica España?
Es de desear que todas las Españas lo sean: la de Almodóvar y la de las monjas de clausura, que anida en el corazón de Madrid; la de las coloridas fiestas populares, religiosas o paganas; la de los pueblos todavía invisibles y la de los espectaculares carnavales de Cádiz; la del superlativo jamón de pata negra de Extremadura y la de los pantagruélicos saraos gastronómicos de Euskadi; la del misticismo que inspiran los caminos de Santiago, y la de las aventuras del caballero andante y su escudero que el genio de Cervantes supo inmortalizar en una obra literaria inmarcesible. Los mitos y símbolos de cada región y, en cada región, sus particularidades. El inventario no ha hecho sino empezar.
Tras la huella de Don Quijote
Un territorio inmenso, escaso de habitantes y pletórico de viñedos. La blanca Airén y la tinta Garnacha se imponen en el orden vegetal de la Vitis vinifera en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, históricamente la gran proveedora de vinos. Cada tanto, la monotonía ondulada se ve intervenida por un conjunto de antiguos molinos de viento y el caserío cercano; la escenográfica visión preludia una existencia apacible, cuyos habitantes están persuadidos del peso histórico de Don Quijote. Los cinco siglos que anteceden la obra que don Miguel de Cervantes Saavedra concibió “en un lugar de La Mancha”, cuyo nombre prefirió no recordar, emiten sus latidos y nadie quiere perdérselos.
Argamasilla de Alba se arroga el derecho de ser la locación donde Cervantes padeció el cautiverio y donde, para sobrellevar esa pesada carga, escribió lo que en principio quiso ser un tratado de caballería y se convirtió en el libro universal de aventuras más famoso del mundo.
Allí puede verse la Cueva de Medrano, que mantiene la estructura original de las casas manchegas tradicionales, esos ámbitos que en pleno invierno conservan el calor y en verano redimen de la canícula exterior. Todo su valor histórico reside en la vinculación con la figura del manco de Lepanto que, se afirma, estuvo preso en esa cueva que su magna obra trascendió.
En El Toboso –pueblo de Toledo y residencia de la amada Dulcinea, Lorenza Aldonza–, reina una calma existencial prácticamente inalterable: todo el año llegan viajeros, encantados con la posibilidad de curiosear en la recreación de la Casa de Dulcinea y el Museo Cervantino. En este templo, depositario de numerosas y variadas ediciones en más de 70 lenguas, se guarda la más grande que existe (figura en la guía Guinness), hecha a mano por estudiantes de Barcelona, y con ejemplares firmados por Nelson Mandela, Rafa Nadal, Juan Domingo Perón, entre muchos otros.
En este pueblo sorprende un alojamiento muy especial; se trata de la Casa de la Torre, coloquialmente conocida como “la casa de Isabel”, una apasionada de la obra cervantina. Su mérito no sólo reside en haber coleccionado un apreciable número de El Quijote; a esto se suman sus dotes de anfitriona: Isabel recibe en su elegante morada a quienes llegan hasta El Toboso, ávidos de conectarse con el lugar donde se supone que pudo haber vivido Dulcinea, e impulsa interesantes encuentros literarios.
Alcázar de San Juan, una localidad de Ciudad Real donde hasta ayer nomás los campesinos se expresaban a la antigua (decían “la mía madre”, “el mío padre”, entre otros deliciosos anacronismos), hoy propone visitar el Museo Casa del Hidalgo. El término hidalgo significa, literalmente, “hijo de algo”, y atañe, por linaje, al estamento inferior de la nobleza, además de ser sinónimo de “generoso”, “magnánimo”. No es casual que esta figura haya inspirado a Cervantes para incluirla en las andanzas quijotescas.
Villarrubia de los Ojos, perteneciente también a Ciudad Real, primero fue Rubeum; en el siglo XI, ganó su condición de villa, dos vocablos que se convirtieron en Villarrubia. En el siglo XVI pasó a ser “de los Ajos”, por la cantidad que se cultivaba de esta aliácea; dos siglos después se llamó Villarrubia de los Oxos del Guadiana –río que discurre por su territorio– y luego lo fue sin Guadiana. Pero no se aclaran; hasta la fecha, se la menciona de ambas maneras.
Se sugiere detenerse en El Mirador de La Mancha, un alojamiento rural en pleno contacto con la naturaleza, que ofrece una muy buena gastronomía regional y definida “exquisita” por muchos. Sus responsables presumen de tener la escultura de madera del Quijote más grande del planeta Tierra –¿será así?–, que llega a medir nueve metros de altura.
Un ícono manchego es Campo de Criptana, con su comunidad de molinos de viento harineros que supieron ser prósperos y hoy son “la” postal del paraje. Mojón fundamental en esta ruta, con su centro de interpretación y el relajado paseo que invita a comer en las cuevas de La Martina, con un aire mediterráneo. Antes de decir adiós, no está de más demorarse en la terraza de Las Musas, trago de por medio, bajo una esplendidez a cielo abierto, puro e inabarcable, que colma vista y espíritu con las más preciadas estampas de este destino de memoria neolítica.
El opuesto sería Tomelloso, que guarda un tesoro subterráneo. Son las cuevas construidas en casas particulares a principios del siglo XIX (circa 1820), hoy patrimoniales y, en su momento, concebidas para la economía familiar basada en la elaboración y almacenamiento de vinos.
En la actualidad, la bodega y almazara Virgen de las Viñas (almazara, “molino de aceite”, y que, por extensión, se aplica a la uva como sinónimo de trapiche, lagar), con sus instalaciones –además de un museo etnográfico y un museo de arte contemporáneo–, es una realidad que expresa la dimensión de la actividad vitivinícola de la comunidad autónoma Castilla-La Mancha. A ello se añade el peso de esa institución como cooperativa de vinos, la más grande de Europa, de la que viven 3.000 familias.
Tomelloso tiene el orgullo de contar con el Museo Antonio López Torres, ilustre pintor realista que le da identidad a este espacio y que desde los 80 expone las realidades y beldades de su pueblo, sus gentes, sus paisajes, y el férreo e incuestionable compromiso con la tierra.
Sabores de La Mancha
Para cerrar este capítulo de itinerancia literaria, valga la parada en Escalona (ojo, hay otros pueblos con el mismo nombre): se trata de un municipio de la provincia de Toledo, un destino que, según parece, suele ser muy elegido en el verano por los madrileños por su paseo costero en el que el río Alberche, a los pies del castillo, tienta al remojón.
En la plaza principal se aprecia una escena del Lazarillo de Tormes –en medio de una colorida muestra de arte urbano–, otro emblemático personaje literario de España, pero en este caso de autor anónimo. La novela está escrita en primera persona y en estilo epistolar, cuyas ediciones más antiguas datan de 1554.
Por ubicación geográfica, Castilla-La Mancha fue y es un territorio de paso donde los caminos se cruzan, ya sea de la capital del reino hacia Andalucía, el Levante o el oeste extremo que preludia el acceso al país vecino de Portugal, o a la inversa.
La cocina castellana-manchega es sencilla, austera de recursos y, en general, de índole pastoril; de ahí que la carne de oveja y de cabra apenas deje lugar para la de vaca. El escritor y periodista Julio Camba –oriundo de Galicia, por otra parte– solía ironizar sobre la cocina española, de la que decía que estaba llena de ajo y de prejuicios religiosos. Tiene sentido: esta comunidad autónoma rinde un férreo culto al histórico reinado de los Reyes Católicos.
Ejemplos: Ajo mataero o pringue. Ajo de harina. Arroz con liebre. Asadillo. Atascaburras. Caldereta manchega. Carcamusas. Cochifrito. Conejo al ajillo. Duelos y quebrantos. Gachas (saladas y dulces). Gazpachos manchegos. Huevos a la porreta. Migas de pastor. Morcilla manchega. Patatas al ajo cabañil. Patatas al montón. Queso en aceite. Queso frito. Queso al romero. Perdiz escabechada. Pipirrana. Pisto manchego. Sopa castellana. Tiznao. Zarajos. Y en versión dulce: Pan de Calatrava. Almendrado. Alajú. Amarguillos. Arrope. Arroz con leche. Bienmesabe. Bizcocho borracho. Buñuelos. Copa imperial. Dormido del corpus. Flor frita. Fritillas. Hojuelas. Mazapán de Toledo. Miguelitos. Pestiños. Algunos han de faltar, necesariamente, pero hasta aquí podíamos llegar.
En una travesía por la inmensidad de Castilla-La Mancha cabe el lento recorrido por sus platos y paisajes, con atardeceres intensamente encendidos (no hay Photoshop que los emparde), campos dominados por los fulgores del azafrán (el oro de Consuegra), viñedos ad infinitum, nidos de cigüeñas en los campanarios. Y, cada tanto, el espejismo de un caballero delirante escoltado por la figura regordeta de un escudero sensato en el fugaz contraluz de un deseo soñado.