Aprender a decir que no sin enojarse

Se acerca el fin del año, con infinidad de compromisos familiares, laborales, y escolares ineludibles. Muchos de nosotros, adultos, estamos “con el caballo cansado”, al borde de nuestras fuerzas tanto físicas como mentales y emocionales. Eso seguramente sea así porque nos excedimos en nuestro hacer durante el año, a veces por complicaciones de la vida pero, en mi experiencia en el consultorio, veo que en muchos casos se relaciona con no animarnos a cuidarnos bien y a decir que no, especialmente a nuestros hijos.

Me preocupa observar que cada vez nos cuesta más a padres y madres tolerar que nuestros hijos se enojen con nosotros, lo que nos lleva a decir que sí más veces que las que de verdad podemos. Como nuestra energía vital es acotada, terminamos enojados, y, a menudo echándoles a los chicos la culpa de nuestro enojo: como no nos deja tranquilos nuestra forma de responder o reaccionar buscamos demostrar que no es por nuestra culpa sino la de nuestro hijo/a, porque no hizo… o no dijo… o contestó mal… o pidió demasiado, etc.

¿Qué cambió en la sociedad para que estas generaciones de padres y madres se cuiden mal ellos mismos y tengan miedo a sus hijos, a hacerlos sufrir, a desilusionarlos, a frustrarlos, a que dejen de quererlos?

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Al surgir el movimiento permisivo, como necesaria y valiosa reacción al autoritarismo de generaciones anteriores, la sociedad se fue de un extremo al otro y pasamos de que “a los niños se los vea pero no se los oiga” a la tiranía de los menores, quienes se convirtieron en los dueños de todos los derechos y de pocas o ninguna responsabilidad u obligación.

Hoy tenemos claro que los niños y adolescentes son personas merecedoras de respeto, y que tenemos que abandonar algunas viejas prácticas que vienen de muchas generaciones: de sometimiento, humillación, crítica, burlas, amenaza de abandono o de pérdida del amor, arbitrariedades, favoritismos, penitencias desmedidas e injustas. De esa forma nuestros hijos van a confíar en nosotros y van a escucharnos y obedecer por amor y confianza y no por miedo.

Creo que nos equivocamos a la hora de entender de qué se trata el respeto. Significa atender, escuchar, tener en cuenta, considerar, honrar. No significa someterlos -como hacían generaciones anteriores- ni dejarnos someter por ellos -como suelen hacer algunos padres permisivos-, ni doblegarlos ni dejarnos doblegar por sus pedidos o deseos. Somos más grandes, tenemos más experiencia, sabemos lo que es bueno, o no, para ellos. Y esto incluye que todos -los adultos también- estemos bien.

Cuando hablo de los límites indispensables mi lista incluye temas de salud, ética, seguridad y bienestar familiar, este último implica que si diciendo que sí alguien o algo se complica en el ambiente es mejor que digamos que no. No por egoísmo y por no tener en cuenta a ese hijo sino para que todos la pasemos mejor.

Los adultos tenemos que cuidarnos a nosotros mismos para seguir sonriendo sin permitir que nuestros hijos expriman hasta nuestra última gota de energía, no sólo para no perder la sonrisa y las ganas de estar con ellos, sino para que ellos tengan ganas de crecer y convertirse en adultos, en lugar de verlo como una pesadilla.

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La sociedad de consumo aprovechó este cambio de paradigma para intentar convencernos de que los niños tienen que ser felices y sin tener en cuenta que la felicidad llega de a ratos cuando podemos ser fuertes, plenos de recursos, flexibles, cuando tenemos cierto nivel de tolerancia al dolor y al estrés, y que todo eso se logra de a poco con la maduración, y con los “no” de la vida (ahora no, todavía no, ya no, no corresponde, no se puede, etc.) y los empáticos “ojalá” y “qué lindo sería” acompañados de un no sin enojo nuestro.

Las generaciones anteriores no nos hicieron fuertes sabiendo esto, pero era lo que se venía haciendo desde sus padres y abuelos, y lo repetían sin revisar. El resultado eran hijos con mucha fortaleza interna, y recursos para desenvolverse en la vida, tolerancia a la frustración, capacidad para esforzarse, hacer proyectos, postergar. Adultos que somos felices de a ratos y no creemos que nuestra felicidad es un derecho ni que era la obligación de nuestros padres hacernos felices.

Para que nuestros hijos tengan una buena autoestima no es importante que ellos no se enojen: los que tenemos que lograr no enojarnos tanto somos los adultos. Cuidarnos y aprender a decir que no cuando estamos cansados, y, sobre todo, antes de enojarnos, nos puede servir para reservar fuerzas para lo realmente importante, necesario, y para lo inevitable. Porque la vida y las relaciones humanas hay que sostenerlas y eso lleva tiempo y energía, no podemos darnos el lujo de quedarnos sin reservas porque en ese caso el resultado no sería bueno para ninguno.

Se acerca el fin del año, con infinidad de compromisos familiares, laborales, y escolares ineludibles. Muchos de nosotros, adultos, estamos “con el caballo cansado”, al borde de nuestras fuerzas tanto físicas como mentales y emocionales. Eso seguramente sea así porque nos excedimos en nuestro hacer durante el año, a veces por complicaciones de la vida pero, en mi experiencia en el consultorio, veo que en muchos casos se relaciona con no animarnos a cuidarnos bien y a decir que no, especialmente a nuestros hijos.

Me preocupa observar que cada vez nos cuesta más a padres y madres tolerar que nuestros hijos se enojen con nosotros, lo que nos lleva a decir que sí más veces que las que de verdad podemos. Como nuestra energía vital es acotada, terminamos enojados, y, a menudo echándoles a los chicos la culpa de nuestro enojo: como no nos deja tranquilos nuestra forma de responder o reaccionar buscamos demostrar que no es por nuestra culpa sino la de nuestro hijo/a, porque no hizo… o no dijo… o contestó mal… o pidió demasiado, etc.

¿Qué cambió en la sociedad para que estas generaciones de padres y madres se cuiden mal ellos mismos y tengan miedo a sus hijos, a hacerlos sufrir, a desilusionarlos, a frustrarlos, a que dejen de quererlos?

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Al surgir el movimiento permisivo, como necesaria y valiosa reacción al autoritarismo de generaciones anteriores, la sociedad se fue de un extremo al otro y pasamos de que “a los niños se los vea pero no se los oiga” a la tiranía de los menores, quienes se convirtieron en los dueños de todos los derechos y de pocas o ninguna responsabilidad u obligación.

Hoy tenemos claro que los niños y adolescentes son personas merecedoras de respeto, y que tenemos que abandonar algunas viejas prácticas que vienen de muchas generaciones: de sometimiento, humillación, crítica, burlas, amenaza de abandono o de pérdida del amor, arbitrariedades, favoritismos, penitencias desmedidas e injustas. De esa forma nuestros hijos van a confíar en nosotros y van a escucharnos y obedecer por amor y confianza y no por miedo.

Creo que nos equivocamos a la hora de entender de qué se trata el respeto. Significa atender, escuchar, tener en cuenta, considerar, honrar. No significa someterlos -como hacían generaciones anteriores- ni dejarnos someter por ellos -como suelen hacer algunos padres permisivos-, ni doblegarlos ni dejarnos doblegar por sus pedidos o deseos. Somos más grandes, tenemos más experiencia, sabemos lo que es bueno, o no, para ellos. Y esto incluye que todos -los adultos también- estemos bien.

Cuando hablo de los límites indispensables mi lista incluye temas de salud, ética, seguridad y bienestar familiar, este último implica que si diciendo que sí alguien o algo se complica en el ambiente es mejor que digamos que no. No por egoísmo y por no tener en cuenta a ese hijo sino para que todos la pasemos mejor.

Los adultos tenemos que cuidarnos a nosotros mismos para seguir sonriendo sin permitir que nuestros hijos expriman hasta nuestra última gota de energía, no sólo para no perder la sonrisa y las ganas de estar con ellos, sino para que ellos tengan ganas de crecer y convertirse en adultos, en lugar de verlo como una pesadilla.

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La sociedad de consumo aprovechó este cambio de paradigma para intentar convencernos de que los niños tienen que ser felices y sin tener en cuenta que la felicidad llega de a ratos cuando podemos ser fuertes, plenos de recursos, flexibles, cuando tenemos cierto nivel de tolerancia al dolor y al estrés, y que todo eso se logra de a poco con la maduración, y con los “no” de la vida (ahora no, todavía no, ya no, no corresponde, no se puede, etc.) y los empáticos “ojalá” y “qué lindo sería” acompañados de un no sin enojo nuestro.

Las generaciones anteriores no nos hicieron fuertes sabiendo esto, pero era lo que se venía haciendo desde sus padres y abuelos, y lo repetían sin revisar. El resultado eran hijos con mucha fortaleza interna, y recursos para desenvolverse en la vida, tolerancia a la frustración, capacidad para esforzarse, hacer proyectos, postergar. Adultos que somos felices de a ratos y no creemos que nuestra felicidad es un derecho ni que era la obligación de nuestros padres hacernos felices.

Para que nuestros hijos tengan una buena autoestima no es importante que ellos no se enojen: los que tenemos que lograr no enojarnos tanto somos los adultos. Cuidarnos y aprender a decir que no cuando estamos cansados, y, sobre todo, antes de enojarnos, nos puede servir para reservar fuerzas para lo realmente importante, necesario, y para lo inevitable. Porque la vida y las relaciones humanas hay que sostenerlas y eso lleva tiempo y energía, no podemos darnos el lujo de quedarnos sin reservas porque en ese caso el resultado no sería bueno para ninguno.

 

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