“Perdí muchos amigos en la montaña”. El aventurero que, hace 30 años, se convirtió en el primer argentino en pisar la cima del mundo

Tommy Heinrich (62) es el primer argentino que alcanzó el punto más alto del planeta, la cima del monte Everest. Tenía 32 años y mucho entusiasmo, pero ningún sponsor: se endeudó para pagar la expedición. Para llegar a la cumbre, confió en sus piernas, su cabeza y en un puñado de compañeros desconocidos. Finalmente, el 15 de mayo de 1995, a 8850 metros de altura, plantó la bandera argentina en la cima del mundo.

Treinta años después, Heinrich sigue hablando de ese momento como si hubiese sido ayer. En charla con LA NACION, vuelve sobre esos días en Nepal, los riesgos reales de escalar a más de 8000 metros, la relación de hermandad con los sherpas y el instante exacto en que entendió que debía “bajarse” del mundo de las expediciones.

Habla también del amor, de la familia, de una caída de 150 metros en el Himalaya y de una relación de cercanía con la muerte. Y explica por qué él nunca se propuso “conquistar” una montaña: “La montaña te deja subir, si quiere”, dice.

No es una historia de superación, ni un relato heroico: es la voz de alguien que hizo cumbre, bajó entero, y aprendió que las montañas más difíciles no siempre están afuera.

–¿Cómo descubriste el montañismo?

–Fue en la Facultad de Agronomía, en la Universidad de Buenos Aires. Estaba estudiando ahí cuando empecé a escalar. Siempre me gustó el deporte, desde chico. Cuando descubrí el montañismo, supe que quería dedicarme a eso.

–¿Qué te hizo sentir que podía ser más que una pasión?

–Vi una charla de José Luis Von Bruch, uno de los grandes escaladores argentinos de los 60 y 70. Mostró imágenes de un intento al Everest y me quedó dando vueltas esa idea.

–¿Cuándo empezaste a escalar en serio?

–Después de recibirme, me fui a vivir a California. Estaba cerca de Yosemite y un día pensé: “No puedo estar acá y no escalar estas paredes”. Retomé de a poco, hice amigos escaladores, y en 1993 me invitaron a Nepal. Cuando vi el Everest, sentí que ese iba a ser mi camino.

–Hasta entonces ningún argentino había hecho cumbre.

–Que yo supiera, no. Hubo un intento argentino en los 70, pero no llegaron.

–¿Te entusiasmaba la posibilidad de ser el primero?

–No fue lo que me movió. Me había ido de Argentina en el ’88, muy frustrado. Había vivido los años 70: terrorismo, dictadura… Después, la guerra de Malvinas… Me fui con la idea de no volver.

–¿Hiciste el Servicio Militar Obligatorio?

–No. Me eximieron por “deficiente aptitud física”, por que a los 12 me atropelló un auto. Tuve fractura expuesta de tibia y peroné, gangrena, osteomielitis, dos cirugías… Muchos amigos míos fueron a Malvinas, algunos no volvieron. Yo estaba podrido, por eso me fui.

–¿Y cuándo apareció concretamente la posibilidad del Everest?

–Vivía en Estados Unidos y me habían aceptado en una expedición para 1994, con Scott Fisher y Brent Bishop. Fue entonces cuando, pocos meses antes de viajar, me enteré de que ningún argentino había hecho cumbre. Pero ya tenía mi lugar.

–¿Por qué no pudiste ir?

–Un par de semanas antes, trabajando en un centro de esquí en Utah, me volé la rodilla izquierda. Me operaron: ligamentos cruzado y medial, meniscos… Todo. Fue un golpe duro.

–¿Pensaste que el Everest se te escapaba para siempre?

–Un poco sí. Pero empecé a buscar otras expediciones que tuvieran permiso ese mismo año. No era fácil: había una lista de espera de ocho años. Me contacté con un equipo a través de una agencia que conocía y me aceptaron. La única condición que me pusieron fue que no me cortara solo: todos debíamos volver sanos. Ese era el espíritu del grupo.

–¿Cómo financiaste la expedición?

–Me endeudé en 30 mil dólares. El permiso costaba 10 mil por persona y, además, desde 1994 se exigía un depósito de 4000 dólares por grupo para asegurar que se limpiara la montaña. Ese dinero te lo devolvían si bajabas el mismo peso que habías subido.

–¿Con quiénes escalaste?

–Éramos nueve, todos de Estados Unidos menos yo. Y contratamos a nueve sherpas. Pero no eran empleados: eran parte del equipo. Cargábamos lo mismo que ellos, cocinábamos juntos. Para todos era clave que nadie quedara atrás.

–¿Cómo fue llegar al Everest?

–Tardamos unos 14 días desde Katmandú hasta el campamento base. Volamos en helicópteros rusos hasta Lukla, una villa de montaña, y en otro vuelo mandamos entre dos y tres toneladas de carga. Para trasladar todo eso contratamos 250 animales y 100 personas.

–¿Ya tenían tecnología de comunicación?

–No. Le pagábamos a otra expedición que tenía teléfono satelital con fax. Nosotros llevábamos laptops Compaq de las primeras, unas verdaderas piedras, y una impresora portátil. Con eso mandábamos actualizaciones. Todo muy precario comparado con hoy.

–¿Cuándo empieza la escalada técnica propiamente dicha?

–Después del campamento base, entrás al glaciar del Khumbu. Ahí arranca lo serio. Ese primer tramo se llama Khumbu Icefall: un laberinto de grietas y bloques de hielo. Se colocan escaleras de aluminio como puentes. Hoy se cruzan un par de veces, pero nosotros lo hicimos 24 veces, entre subidas y bajadas.

–¿Por qué tantas?

–Por la logística. Hacíamos porteos: salíamos del campamento base con carga, dormíamos en el 1, seguíamos al 2, dejábamos equipo, bajábamos. Y repetíamos. La idea era aclimatar y armar toda la estructura a medida que subíamos.

–¿Cómo se distribuían en las carpas?

–En el campo base teníamos carpas individuales. En el campamento 1 ya éramos tres o cuatro por carpa. En el 2, dos por carpa. En el 3 y el 4, estábamos apretados: tres o cuatro por tienda.

–¿Era por calor corporal?

–No, por peso. Las carpas pesaban 10 kilos. Nadie podía cargar una propia a esas alturas.

–¿Cómo organizaban la hidratación?

–Había que tomar entre 4 y 5 litros por día. Derretir hielo lleva tiempo y esfuerzo. Apenas llegás a un campamento, lo primero es prender el calentador. De día el hielo está más blando, podés llenarlo con una pala y dejar que se derrita solo.

–¿Cómo planificaron el ataque final?

–Nos dividimos en dos grupos para no saturar los campamentos altos. Éramos 18 en total. Un grupo de ocho y otro de diez. Yo estaba en el segundo. Subimos al campamento 3 y luego al 4, que está casi a 8000 metros.

–¿Qué pasó en ese primer intento?

–Mientras íbamos al campamento 3, otra expedición subía por la misma ruta. Escuché un ruido desde arriba: un sherpa de ese grupo cayó 600 metros. Murió en la caída. Tenía 24 años. Tuvimos que seguir escalando con su sangre marcando el camino.

–¿Y aun así siguieron hacia la cumbre?

–Seguimos al campamento 4, pero tres compañeros estaban muy mal, deshidratados. Yo subí con ellos sin abrigo, pensando que estaban cerca, y terminé con principio de congelamiento en manos y pies. Decidimos bajar. El grupo que iba adelante también se dio vuelta: estaban a 60 metros de la cumbre, pero dos de ellos no daban más. Bajamos todos juntos. Yo llegué a los 8000 metros.

–Después de ese intento fallido, ¿quedaban fuerzas para volver a intentarlo?

–Sí, pero no éramos muchos. Bajamos al campamento base y reevaluamos todo. De los 18, quedamos solo cinco en condiciones de seguir: Brad Bull, tres sherpas —Apa, su hermano Arita y Nimarita— y yo.

–¿Cómo estabas físicamente después del congelamiento?

–Bien, pero con las manos y los pies todavía tocados. Me sentía fuerte, pero cuando propuse volver a subir, me dijeron que tenía que usar oxígeno. Hasta ese momento no lo había hecho. Me costó decidirlo, pero con antecedentes de congelamiento, sin oxígeno era jugarme la vida.

–¿Cuándo salieron para la cumbre?

–El 11 de mayo partimos del campamento base. El 13 a la noche salimos del campamento 4 hacia la cumbre. Arrancamos a las 11 de la noche, más temprano de lo habitual, porque el clima a la tarde se ponía muy mal.

–¿Cómo estaba el cielo?

–Impecable. Era luna llena. Pude sacar una de mis mejores fotos: la luna poniéndose justo en el horizonte, detrás de la sombra del Everest.

–¿A qué hora llegaron arriba?

–Apa Sherpa llegó a las 7:30. Yo llegué 15 minutos después, a las 7:45. Tardamos unas ocho horas y media desde el campamento 4.

–¿Qué sentiste al hacer cumbre?

–Lo primero que pensás es que no llegaste: estás a mitad de camino. Tenés que bajar. Es una emoción enorme, pero no te podés relajar. La cumbre es chica: un metro de ancho por diez de largo. Éramos cinco. Nos sacamos fotos, hablamos por radio con los que estaban abajo, y nos fuimos.

–¿Cuánto tiempo se quedaron ahí arriba?

–Unos 45 minutos. El clima era muy benigno para esa altura: unos 10 grados bajo cero. Eso ayudó.

–¿Fueron los únicos en alcanzar la cumbre ese año?

–Por la cara sudeste, sí. Hubo otros diez que subieron por la cara norte. Pero del lado nepalí, fuimos solo nosotros cinco.

–¿Y el descenso? ¿Sin problemas?

–Como habíamos llegado temprano, queríamos seguir bajando hasta el campamento 2, a 6600 metros. Estábamos fuertes. Pero desde el base nos dijeron que no, que el terreno estaba blando, que no se veían bien las grietas. Decidimos respetar la orden y pasamos otra noche en el campamento 4, a 8000 metros. Un riesgo innecesario, pero lo hicimos.

–Cuando llegaron bajaron a la base…

–Fue muy emotivo. No lo sentíamos como un logro individual, sino de todo el equipo. Muchos llegaron al campamento 4, hicieron un esfuerzo tremendo… La cumbre fue compartida.

–¿Llevaste la bandera argentina?

–Sí. La había llevado conmigo y se la regalé a mis padres cuando volví.

–¿Qué cambió en vos después de la cumbre?

–Fue raro… Me había ido de Argentina muy enojado, con la idea de no volver, pero de pronto era “el primer argentino en el Everest”. Pasé de ser el colgado que trepaba paredes a alguien respetado.

–¿Cómo fue que decidiste regresar a Argentina?

–Conocí a Victoria, mi mujer, en 2002. En 2004 nació nuestro hijo. Para ese entonces, yo seguía escalando y trabajando como fotógrafo: hacía expediciones documentales, publicaba libros, colaboraba con La Nación y con la revista Tiempo de Aventuras. También trabajaba para National Geographic.

–¿Podías combinar todo eso con la vida familiar?

–No. Era muy difícil para ella. Y en 2011, justo después de volver del K2, le diagnosticaron cáncer. Ahí no dudé. Dejé de escalar, dejé de fotografiar expediciones. Me dediqué a estar con ella y con nuestro hijo.

–¿Te costó bajarte de todo eso?

–Fue doloroso, pero no difícil. Porque yo ya había hecho lo que quería hacer. Escalar nunca fue una carrera para mí, fue algo que me completó. Y cuando tuve que elegir otra cosa, lo hice sin mirar atrás.

–¿Volver a vivir a la Argentina también tuvo que ver con eso?

–Sí. Volvimos pensando que era algo temporal, pero nos quedamos. Ella me devolvió a este país. Y también mi hijo, mis amigos…

–¿Volviste al Everest?

–Sí. Fui en el ’98 y en el ’99. En el ’98 quedé a solo 60 metros de la cumbre. Éramos 57 personas en fila, algo muy parecido a lo que se ve hoy.

–¿Por qué no seguiste?

–En esa expedición había dos sherpas que habían estado en el Everest en el ’96, cuando murieron 12 personas. Estaban muy tocados por eso. Cuando vieron que las condiciones se ponían feas, decidieron dar la vuelta. Quedamos solo uno de ellos y yo con ganas de seguir. Pero yo estaba filmando para una productora y el director me ordenó bajar. No me dio opción. No quise entrar en conflicto. En el ’99 fue aún más fuerte. La viuda de Scott Fisher, que había muerto en el ’96, me pidió que si podía, tratara de recuperar su cuerpo o al menos algunos objetos personales. Scott era amigo mío. Estaba a más de 8100 metros. Lo encontré. Le saqué los grampones, la piqueta, el reloj, un collar… y después tuve una caída.

–¿Qué pasó?

–Rodé 150 metros sin poder frenarme. Me rompí un par de costillas, me clavé la piqueta en el brazo. Pensé que me mataba. Me frenó una zona de hielo blando. Tardé 15 minutos en juntar mis cosas y volver al campamento 4. Unos suecos me ayudaron en el último tramo.

–¿Lograste conservar el material?

–Sí. Tenía la cámara, la filmadora, los rollos, los cassettes… No los podía perder. También bajé los objetos personales de Scott y se los mandé a su familia en Estados Unidos. El tema es que los sherpas reaccionaron al hecho de que hubiera tocado un cuerpo. No querían dormir conmigo en la carpa. Son budistas. Para ellos, el Everest es Chomolungma, la diosa madre del mundo. Tocando un cuerpo, la había ofendido. Estaban convencidos de que yo podía morir esa misma noche, y no querían estar cerca. Estaban seguros de que mi caída había sido una reacción de la montaña.

–¿Qué hiciste?

–Bajé al campamento base y hablé con un sherpa amigo, Basang. Me dijo que fuera a Pangboche, una aldea cercana, a ver al lama Geshe. Fui. Me bendijo, me “limpió”, como dicen ellos. Y me advirtió que no volviera a intentar la cumbre del Everest: que si lo hacía, me iba a morir. Dos días después estaba yendo al Lhotse (en Nepal, la cuarta montaña más alta de la Tierra). Subí una semana después de la caída. Fui el primer argentino en hacer cumbre ahí.

–Respecto a las otras famosas cumbres del Himalaya… Muchos dicen que, en realidad, el K2 es la montaña más difícil del mundo. ¿Coincidís?

–Sí. Yo diría que hay tres montañas de 8000 metros que son técnicamente muy complejas: el K2, el Annapurna y el Nanga Parbat. También el Kanchenjunga tiene lo suyo, pero hay rutas más accesibles. En cambio, el Everest o el Shishapangma son técnicamente más sencillos.

–¿Qué lo hacía tan difícil en tu época?

–Varias cosas. Primero, que está en Pakistán. En esa época, el gobierno solo permitía que los porteadores fueran pakistaníes, sobre todo los baltis, pero no tenían el nivel técnico de los sherpas. El apoyo logístico era muy limitado: te llevaban carga hasta el campamento 2 o 3, y después estabas solo.

–¿Eso cambió con el tiempo?

–Sí. Recién en 2014 o 2015 se permitió que entraran sherpas de Nepal. Ahí empezó la comercialización del K2, como había pasado antes con el Everest.

–¿También las pendientes eran peores?

–Mucho más sostenidas. La ruta más difícil del Everest está al nivel de la más fácil del K2. En 2011 había casi 5000 personas que habían hecho cumbre en el Everest. En el K2, no llegaban a 300.

–¿Perdiste gente cercana ahí?

–Sí. En dos de las tres expediciones que hice al K2 murieron amigos míos. Uno falleció en 1999, entre el campamento base y el 1. Le cayó una piedra enorme en la espalda. Murió en media hora. Y no pudimos bajarlo: estábamos solos, lejos de todo.

–¿Qué queda cuando uno deja la montaña?

–Te queda lo vivido. Los lugares, los silencios, las personas. Y la certeza de que no hiciste nada para conquistarla. La montaña no se conquista. Te deja subir, si quiere.

Tommy Heinrich (62) es el primer argentino que alcanzó el punto más alto del planeta, la cima del monte Everest. Tenía 32 años y mucho entusiasmo, pero ningún sponsor: se endeudó para pagar la expedición. Para llegar a la cumbre, confió en sus piernas, su cabeza y en un puñado de compañeros desconocidos. Finalmente, el 15 de mayo de 1995, a 8850 metros de altura, plantó la bandera argentina en la cima del mundo.

Treinta años después, Heinrich sigue hablando de ese momento como si hubiese sido ayer. En charla con LA NACION, vuelve sobre esos días en Nepal, los riesgos reales de escalar a más de 8000 metros, la relación de hermandad con los sherpas y el instante exacto en que entendió que debía “bajarse” del mundo de las expediciones.

Habla también del amor, de la familia, de una caída de 150 metros en el Himalaya y de una relación de cercanía con la muerte. Y explica por qué él nunca se propuso “conquistar” una montaña: “La montaña te deja subir, si quiere”, dice.

No es una historia de superación, ni un relato heroico: es la voz de alguien que hizo cumbre, bajó entero, y aprendió que las montañas más difíciles no siempre están afuera.

–¿Cómo descubriste el montañismo?

–Fue en la Facultad de Agronomía, en la Universidad de Buenos Aires. Estaba estudiando ahí cuando empecé a escalar. Siempre me gustó el deporte, desde chico. Cuando descubrí el montañismo, supe que quería dedicarme a eso.

–¿Qué te hizo sentir que podía ser más que una pasión?

–Vi una charla de José Luis Von Bruch, uno de los grandes escaladores argentinos de los 60 y 70. Mostró imágenes de un intento al Everest y me quedó dando vueltas esa idea.

–¿Cuándo empezaste a escalar en serio?

–Después de recibirme, me fui a vivir a California. Estaba cerca de Yosemite y un día pensé: “No puedo estar acá y no escalar estas paredes”. Retomé de a poco, hice amigos escaladores, y en 1993 me invitaron a Nepal. Cuando vi el Everest, sentí que ese iba a ser mi camino.

–Hasta entonces ningún argentino había hecho cumbre.

–Que yo supiera, no. Hubo un intento argentino en los 70, pero no llegaron.

–¿Te entusiasmaba la posibilidad de ser el primero?

–No fue lo que me movió. Me había ido de Argentina en el ’88, muy frustrado. Había vivido los años 70: terrorismo, dictadura… Después, la guerra de Malvinas… Me fui con la idea de no volver.

–¿Hiciste el Servicio Militar Obligatorio?

–No. Me eximieron por “deficiente aptitud física”, por que a los 12 me atropelló un auto. Tuve fractura expuesta de tibia y peroné, gangrena, osteomielitis, dos cirugías… Muchos amigos míos fueron a Malvinas, algunos no volvieron. Yo estaba podrido, por eso me fui.

–¿Y cuándo apareció concretamente la posibilidad del Everest?

–Vivía en Estados Unidos y me habían aceptado en una expedición para 1994, con Scott Fisher y Brent Bishop. Fue entonces cuando, pocos meses antes de viajar, me enteré de que ningún argentino había hecho cumbre. Pero ya tenía mi lugar.

–¿Por qué no pudiste ir?

–Un par de semanas antes, trabajando en un centro de esquí en Utah, me volé la rodilla izquierda. Me operaron: ligamentos cruzado y medial, meniscos… Todo. Fue un golpe duro.

–¿Pensaste que el Everest se te escapaba para siempre?

–Un poco sí. Pero empecé a buscar otras expediciones que tuvieran permiso ese mismo año. No era fácil: había una lista de espera de ocho años. Me contacté con un equipo a través de una agencia que conocía y me aceptaron. La única condición que me pusieron fue que no me cortara solo: todos debíamos volver sanos. Ese era el espíritu del grupo.

–¿Cómo financiaste la expedición?

–Me endeudé en 30 mil dólares. El permiso costaba 10 mil por persona y, además, desde 1994 se exigía un depósito de 4000 dólares por grupo para asegurar que se limpiara la montaña. Ese dinero te lo devolvían si bajabas el mismo peso que habías subido.

–¿Con quiénes escalaste?

–Éramos nueve, todos de Estados Unidos menos yo. Y contratamos a nueve sherpas. Pero no eran empleados: eran parte del equipo. Cargábamos lo mismo que ellos, cocinábamos juntos. Para todos era clave que nadie quedara atrás.

–¿Cómo fue llegar al Everest?

–Tardamos unos 14 días desde Katmandú hasta el campamento base. Volamos en helicópteros rusos hasta Lukla, una villa de montaña, y en otro vuelo mandamos entre dos y tres toneladas de carga. Para trasladar todo eso contratamos 250 animales y 100 personas.

–¿Ya tenían tecnología de comunicación?

–No. Le pagábamos a otra expedición que tenía teléfono satelital con fax. Nosotros llevábamos laptops Compaq de las primeras, unas verdaderas piedras, y una impresora portátil. Con eso mandábamos actualizaciones. Todo muy precario comparado con hoy.

–¿Cuándo empieza la escalada técnica propiamente dicha?

–Después del campamento base, entrás al glaciar del Khumbu. Ahí arranca lo serio. Ese primer tramo se llama Khumbu Icefall: un laberinto de grietas y bloques de hielo. Se colocan escaleras de aluminio como puentes. Hoy se cruzan un par de veces, pero nosotros lo hicimos 24 veces, entre subidas y bajadas.

–¿Por qué tantas?

–Por la logística. Hacíamos porteos: salíamos del campamento base con carga, dormíamos en el 1, seguíamos al 2, dejábamos equipo, bajábamos. Y repetíamos. La idea era aclimatar y armar toda la estructura a medida que subíamos.

–¿Cómo se distribuían en las carpas?

–En el campo base teníamos carpas individuales. En el campamento 1 ya éramos tres o cuatro por carpa. En el 2, dos por carpa. En el 3 y el 4, estábamos apretados: tres o cuatro por tienda.

–¿Era por calor corporal?

–No, por peso. Las carpas pesaban 10 kilos. Nadie podía cargar una propia a esas alturas.

–¿Cómo organizaban la hidratación?

–Había que tomar entre 4 y 5 litros por día. Derretir hielo lleva tiempo y esfuerzo. Apenas llegás a un campamento, lo primero es prender el calentador. De día el hielo está más blando, podés llenarlo con una pala y dejar que se derrita solo.

–¿Cómo planificaron el ataque final?

–Nos dividimos en dos grupos para no saturar los campamentos altos. Éramos 18 en total. Un grupo de ocho y otro de diez. Yo estaba en el segundo. Subimos al campamento 3 y luego al 4, que está casi a 8000 metros.

–¿Qué pasó en ese primer intento?

–Mientras íbamos al campamento 3, otra expedición subía por la misma ruta. Escuché un ruido desde arriba: un sherpa de ese grupo cayó 600 metros. Murió en la caída. Tenía 24 años. Tuvimos que seguir escalando con su sangre marcando el camino.

–¿Y aun así siguieron hacia la cumbre?

–Seguimos al campamento 4, pero tres compañeros estaban muy mal, deshidratados. Yo subí con ellos sin abrigo, pensando que estaban cerca, y terminé con principio de congelamiento en manos y pies. Decidimos bajar. El grupo que iba adelante también se dio vuelta: estaban a 60 metros de la cumbre, pero dos de ellos no daban más. Bajamos todos juntos. Yo llegué a los 8000 metros.

–Después de ese intento fallido, ¿quedaban fuerzas para volver a intentarlo?

–Sí, pero no éramos muchos. Bajamos al campamento base y reevaluamos todo. De los 18, quedamos solo cinco en condiciones de seguir: Brad Bull, tres sherpas —Apa, su hermano Arita y Nimarita— y yo.

–¿Cómo estabas físicamente después del congelamiento?

–Bien, pero con las manos y los pies todavía tocados. Me sentía fuerte, pero cuando propuse volver a subir, me dijeron que tenía que usar oxígeno. Hasta ese momento no lo había hecho. Me costó decidirlo, pero con antecedentes de congelamiento, sin oxígeno era jugarme la vida.

–¿Cuándo salieron para la cumbre?

–El 11 de mayo partimos del campamento base. El 13 a la noche salimos del campamento 4 hacia la cumbre. Arrancamos a las 11 de la noche, más temprano de lo habitual, porque el clima a la tarde se ponía muy mal.

–¿Cómo estaba el cielo?

–Impecable. Era luna llena. Pude sacar una de mis mejores fotos: la luna poniéndose justo en el horizonte, detrás de la sombra del Everest.

–¿A qué hora llegaron arriba?

–Apa Sherpa llegó a las 7:30. Yo llegué 15 minutos después, a las 7:45. Tardamos unas ocho horas y media desde el campamento 4.

–¿Qué sentiste al hacer cumbre?

–Lo primero que pensás es que no llegaste: estás a mitad de camino. Tenés que bajar. Es una emoción enorme, pero no te podés relajar. La cumbre es chica: un metro de ancho por diez de largo. Éramos cinco. Nos sacamos fotos, hablamos por radio con los que estaban abajo, y nos fuimos.

–¿Cuánto tiempo se quedaron ahí arriba?

–Unos 45 minutos. El clima era muy benigno para esa altura: unos 10 grados bajo cero. Eso ayudó.

–¿Fueron los únicos en alcanzar la cumbre ese año?

–Por la cara sudeste, sí. Hubo otros diez que subieron por la cara norte. Pero del lado nepalí, fuimos solo nosotros cinco.

–¿Y el descenso? ¿Sin problemas?

–Como habíamos llegado temprano, queríamos seguir bajando hasta el campamento 2, a 6600 metros. Estábamos fuertes. Pero desde el base nos dijeron que no, que el terreno estaba blando, que no se veían bien las grietas. Decidimos respetar la orden y pasamos otra noche en el campamento 4, a 8000 metros. Un riesgo innecesario, pero lo hicimos.

–Cuando llegaron bajaron a la base…

–Fue muy emotivo. No lo sentíamos como un logro individual, sino de todo el equipo. Muchos llegaron al campamento 4, hicieron un esfuerzo tremendo… La cumbre fue compartida.

–¿Llevaste la bandera argentina?

–Sí. La había llevado conmigo y se la regalé a mis padres cuando volví.

–¿Qué cambió en vos después de la cumbre?

–Fue raro… Me había ido de Argentina muy enojado, con la idea de no volver, pero de pronto era “el primer argentino en el Everest”. Pasé de ser el colgado que trepaba paredes a alguien respetado.

–¿Cómo fue que decidiste regresar a Argentina?

–Conocí a Victoria, mi mujer, en 2002. En 2004 nació nuestro hijo. Para ese entonces, yo seguía escalando y trabajando como fotógrafo: hacía expediciones documentales, publicaba libros, colaboraba con La Nación y con la revista Tiempo de Aventuras. También trabajaba para National Geographic.

–¿Podías combinar todo eso con la vida familiar?

–No. Era muy difícil para ella. Y en 2011, justo después de volver del K2, le diagnosticaron cáncer. Ahí no dudé. Dejé de escalar, dejé de fotografiar expediciones. Me dediqué a estar con ella y con nuestro hijo.

–¿Te costó bajarte de todo eso?

–Fue doloroso, pero no difícil. Porque yo ya había hecho lo que quería hacer. Escalar nunca fue una carrera para mí, fue algo que me completó. Y cuando tuve que elegir otra cosa, lo hice sin mirar atrás.

–¿Volver a vivir a la Argentina también tuvo que ver con eso?

–Sí. Volvimos pensando que era algo temporal, pero nos quedamos. Ella me devolvió a este país. Y también mi hijo, mis amigos…

–¿Volviste al Everest?

–Sí. Fui en el ’98 y en el ’99. En el ’98 quedé a solo 60 metros de la cumbre. Éramos 57 personas en fila, algo muy parecido a lo que se ve hoy.

–¿Por qué no seguiste?

–En esa expedición había dos sherpas que habían estado en el Everest en el ’96, cuando murieron 12 personas. Estaban muy tocados por eso. Cuando vieron que las condiciones se ponían feas, decidieron dar la vuelta. Quedamos solo uno de ellos y yo con ganas de seguir. Pero yo estaba filmando para una productora y el director me ordenó bajar. No me dio opción. No quise entrar en conflicto. En el ’99 fue aún más fuerte. La viuda de Scott Fisher, que había muerto en el ’96, me pidió que si podía, tratara de recuperar su cuerpo o al menos algunos objetos personales. Scott era amigo mío. Estaba a más de 8100 metros. Lo encontré. Le saqué los grampones, la piqueta, el reloj, un collar… y después tuve una caída.

–¿Qué pasó?

–Rodé 150 metros sin poder frenarme. Me rompí un par de costillas, me clavé la piqueta en el brazo. Pensé que me mataba. Me frenó una zona de hielo blando. Tardé 15 minutos en juntar mis cosas y volver al campamento 4. Unos suecos me ayudaron en el último tramo.

–¿Lograste conservar el material?

–Sí. Tenía la cámara, la filmadora, los rollos, los cassettes… No los podía perder. También bajé los objetos personales de Scott y se los mandé a su familia en Estados Unidos. El tema es que los sherpas reaccionaron al hecho de que hubiera tocado un cuerpo. No querían dormir conmigo en la carpa. Son budistas. Para ellos, el Everest es Chomolungma, la diosa madre del mundo. Tocando un cuerpo, la había ofendido. Estaban convencidos de que yo podía morir esa misma noche, y no querían estar cerca. Estaban seguros de que mi caída había sido una reacción de la montaña.

–¿Qué hiciste?

–Bajé al campamento base y hablé con un sherpa amigo, Basang. Me dijo que fuera a Pangboche, una aldea cercana, a ver al lama Geshe. Fui. Me bendijo, me “limpió”, como dicen ellos. Y me advirtió que no volviera a intentar la cumbre del Everest: que si lo hacía, me iba a morir. Dos días después estaba yendo al Lhotse (en Nepal, la cuarta montaña más alta de la Tierra). Subí una semana después de la caída. Fui el primer argentino en hacer cumbre ahí.

–Respecto a las otras famosas cumbres del Himalaya… Muchos dicen que, en realidad, el K2 es la montaña más difícil del mundo. ¿Coincidís?

–Sí. Yo diría que hay tres montañas de 8000 metros que son técnicamente muy complejas: el K2, el Annapurna y el Nanga Parbat. También el Kanchenjunga tiene lo suyo, pero hay rutas más accesibles. En cambio, el Everest o el Shishapangma son técnicamente más sencillos.

–¿Qué lo hacía tan difícil en tu época?

–Varias cosas. Primero, que está en Pakistán. En esa época, el gobierno solo permitía que los porteadores fueran pakistaníes, sobre todo los baltis, pero no tenían el nivel técnico de los sherpas. El apoyo logístico era muy limitado: te llevaban carga hasta el campamento 2 o 3, y después estabas solo.

–¿Eso cambió con el tiempo?

–Sí. Recién en 2014 o 2015 se permitió que entraran sherpas de Nepal. Ahí empezó la comercialización del K2, como había pasado antes con el Everest.

–¿También las pendientes eran peores?

–Mucho más sostenidas. La ruta más difícil del Everest está al nivel de la más fácil del K2. En 2011 había casi 5000 personas que habían hecho cumbre en el Everest. En el K2, no llegaban a 300.

–¿Perdiste gente cercana ahí?

–Sí. En dos de las tres expediciones que hice al K2 murieron amigos míos. Uno falleció en 1999, entre el campamento base y el 1. Le cayó una piedra enorme en la espalda. Murió en media hora. Y no pudimos bajarlo: estábamos solos, lejos de todo.

–¿Qué queda cuando uno deja la montaña?

–Te queda lo vivido. Los lugares, los silencios, las personas. Y la certeza de que no hiciste nada para conquistarla. La montaña no se conquista. Te deja subir, si quiere.

 

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