Karl Dönitz, el almirante a quien Hitler eligió como su sucesor antes de suicidarse

El 1 de mayo de 1945, el ministro de Propaganda del Tercer Reich, Joseph Goebbels, uno de los colaboradores más cercanos de Adolf Hitler, le envió un telegrama trascendental al almirante Karl Dönitz.

Estaba marcado como “muy secreto” y “urgente”, y empezaba anunciando: “El Führer murió ayer a las 15.30 horas”.

Si esa frase era inquietante, la siguiente era desconcertante: “El testamento del 29 de abril lo nombra a usted presidente del Reich”.

Horas antes de suicidarse, Hitler, el “Führer und Reichskanzler” (o líder y canciller del Reich) lo había escogido como su sucesor, con Goebbels como canciller.

“Por orden del Führer, el testamento le fue enviado desde Berlín a usted, al mariscal de campo (Ferdinand) Schörner y para su conservación y publicación”, continuaba.

Y concluía: “El jefe de la Cancillería del Partido Nazi, (Martin) Bormann, tiene la intención de ir a verlo hoy para informarle de la situación. La hora y la forma del anuncio a la prensa y a las tropas le corresponde a usted. Confirme recibo”.

Goebbels, sin embargo, no esperó la confirmación: poco después se suicidó junto a toda su familia en el mismo búnker en el que lo había hecho Hitler.

Ni Bormann ni el testamento de Hitler llegaron, pues las fuerzas aliadas ya estaban por todos lados y lo impidieron.

Así, sobre los hombros de Dönitz, inesperadamente para él y para muchos, recayó el destino de la agonizante Alemania nazi.

“Me tomó completamente por sorpresa”, escribiría más tarde en sus Memorias: 10 años y 20 días (1959).

“Desde el 20 de julio de 1944, no había hablado con Hitler en absoluto, salvo en una gran reunión. (…) Nunca había recibido ninguna pista al respecto de nadie”, agregó.

¿Por qué fue el elegido?

Para entender por qué Dönitz fue elegido es necesario responder antes a otra pregunta: ¿por qué Hitler no señaló a Hermann Göring ni Heinrich Himmler, dos de las figuras más poderosas de la Alemania nazi?

De hecho Göring, as de la aviación de combate quien le ayudó a Hitler a tomar el poder en 1933 y permaneció a su lado mientras el Tercer Reich se expandía, había sido el elegido por el Führer durante años.

En 1941 incluso firmó un decreto secreto señalando que el comandante de la Luftwaffe sería el líder del Reich en caso de ser capturado o asesinado.

Pero el 23 de abril de 1945, cuando todo se estaba desmoronando, Hitler recibió un telegrama sorpresa de Göring, quien estaba a salvo a Berchtesgaden.

Le preguntaba si debía asumir el liderazgo de todo el Reich si Hitler permanecía en la Fortaleza de Berlín.

“Si no recibo respuesta antes de las 10 de la noche, daré por sentado que ha perdido su libertad de acción, daré por cumplidos los términos de su decreto y actuaré en beneficio de nuestra patria y nuestro pueblo”, escribió Göring.

Cerraba diciendo: “Sabe lo que siento por usted en este momento tan difícil de mi vida. Me faltan las palabras para expresarlo. Que Dios lo proteja y lo ayude a llegar aquí pronto, a pesar de todo”.

Hitler, furioso, le respondió a Göring diciendo que había cometido “alta traición”, y que si no renunciaba a todos sus cargos, enfrentaría la pena de muerte.

Antes del amanecer del 25 de abril, fue puesto bajo arresto domiciliario.

La segunda opción para asumir las riendas era Himmler, jefe de las temibles SS, que había estado con Hitler desde el principio y se había ganado el apodo de “der treue Heinrich” (el fiel Heinrich) tras años de fanático servicio.

Pero cinco días después de recibir el telegrama de Göring, el Fürher se enteró de que Himmler había intentado negociar con los Aliados e incluso había ofrecido entregar al Ejército alemán en el oeste al general estadounidense Dwight Eisenhower.

Además, había estado dando órdenes secretas sin autorización.

Según testigos presenciales en el búnker, Hitler “enfureció como un loco”.

Tras lo que consideró como deserciones, optó por Dönitz, quien no llevaba tanto tiempo codeándose con la cúpula, pero que se había ganado su respeto por su firme compromiso con la guerra, los ideales nazis y con él.

Mal loco

A pesar de que muchos se sorprendieron con la elección, Dönitz estaba lejos de ser un completo desconocido.

Había aparecido en la portada de la revista Time en 1942 y en 1943, por haber convertido a la fuerza submarina alemana en una devastadora máquina de matar.

“Lo que Adolf Hitler no pudo hacer por tierra para detener la marcha de los Aliados hacia las fronteras de Europa, el gran almirante Karl Dönitz, comandante en jefe de la Armada Alemana, se esfuerza por hacer en el mar”, decía el segundo artículo dedicado a sus hazañas.

Y esos esfuerzos eran tremendamente exitosos, tanto que, después del fin del conflicto, Winston Churchill confesó: “Lo único que realmente me asustaba durante la guerra era el peligro de los submarinos”.

Un peligro manufacturado por Dönitz.

Su profundo interés por todo lo relacionado con los submarinos, conocidos como U-Boot o U-boat, se disparó durante la Primera Guerra Mundial, cuando servía en la Armada Imperial alemana.

Pero en esa conflagración no le fue muy bien.

Unas semanas antes del Armisticio, atacó un convoy británico frente a Malta, pero terminó como prisionero de guerra en Inglaterra, fingiendo locura en vano.

Décadas después le comentaría a Leon Goldensohn, psiquiatra de la prisión de Núremberg: “No sabía nada de la locura ni de cómo fingirla”.

“Dos compañeros y yo pensamos que nos ayudaría en nuestros esfuerzos de escape si nos declaraban locos”, contó.

“Decidimos imitar a los submarinos. Caminábamos con la cabeza encorvada, haciendo ‘bzzz, bzzz’ e insistiendo en que éramos submarinos. Los médicos británicos eran demasiado listos. No llegamos a ninguna parte”, agregó.

“El aislamiento curó nuestro ‘estado mental’ en un instante”.

Lo que no le curó fueron las ganas de armar la mayor flota de submarinos de la historia, así tuviera que desafiar el Tratado de Versalles que le prohibía a Alemania poseer esas naves.

Estaba convencido de que los submarinos le hubiesen dado la victoria a Alemania en la Primera Guerra Mundial y creía que lo harían en cualquier otro conflicto venidero.

Así que incluso antes de que los nazis lo nombraran comandante de la primera flotilla de submarinos en 1936, ya se había preparado para reconstruir la Armada Submarina alemana, y dominaba todos los pasos claves del proceso, incluidos los técnicos y los logísticos.

Manada de lobos

Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Alemania contaba con 50 submarinos, la mayoría de corto alcance.

Al final de la guerra, para inmensa satisfacción de Dönitz, los submarinos alemanes eran los más avanzados del mundo.

Pero no era cuestión solamente de cantidad.

Dönitz argumentó que los buques mercantes aliados debían ser el objetivo principal de los submarinos.

El transporte exitoso de tropas y materiales era crucial. Por eso vulnerar las rutas marítimas constituía un gran arma.

Se abrieron varios frentes acuáticos y la que Churchill bautizó como Batalla del Atlántico fue la campaña militar continua más larga de la guerra.

La Armada alemana hundió más de 3500 buques aliados, perdiendo aproximadamente 784 submarinos en el proceso.

Eso sucedió, en gran parte, gracias a la estrategia de Dönitz.

Ideó una nueva técnica ofensiva conocida como la “manada de lobos”, en las que cazaban a los convoyes aliados con grupos de U-boats lo suficientemente grandes como para abrumar a las escoltas navales.

En la operación, varios submarinos atacaban el centro de un convoy, preferiblemente de noche, lanzando torpedos en todas direcciones y alejándose a toda velocidad.

En otra variación, el líder de la manada seleccionaba un barco en un convoy, atraía la atención de la escolta hacia el único encuentro mientras el resto de la manada, que a menudo operaba en la superficie en la oscuridad, avanzaba hacia las unidades mercantes desprotegidas.

Los ataques eran devastadores y, cuando la escala de la guerra aumentó con el ataque japonés a Pearl Harbor, los alemanes en submarinos disfrutaron de lo que llamaron la “época feliz”.

Se extendió desde enero de 1942 hasta alrededor de agosto de ese año, un período durante el cual los submarinos del Eje hundieron 609 buques con un total de 3,1 millones de toneladas, frente a una pérdida de tan solo 22 submarinos.

Miles de vidas se perdieron.

La verdadera crisis llegó a principios de 1943.

Reino Unido se estaba quedando sin combustible y el número de submarinos alemanes operativos había aumentado de 47 a 200.

No obstante, hubo un giro a favor de Londres.

Con agresivas tácticas antisubmarinas, mejores armas, el desarrollo de aviones de largo alcance equipados con radar y algo más que no se revelaría hasta tres décadas más tarde, la destrucción de submarinos alemanes se intensificó.

Dönitz decidió detener las operaciones submarinas en mayo de 1943.

Ese año, justo cuando la situación empezaba a tornarse en contra de Alemania, Dönitz asumió el mando de la Armada.

Hasta entonces, sólo había visto ocasionalmente a Hitler, pero desde ese momento empezó a reunirse con él al menos dos veces al mes y a crecer en su estima.

Últimos días

Dönitz, sin embargo, permaneció en un segundo plano político hasta que se convirtió en el último Führer del Tercer Reich tras recibir aquel telegrama del 1 de mayo de 1945.

“No dudé ni por un instante que era mi deber aceptar la tarea”, contó en sus memorias.

“Comprendí (…) que el momento más oscuro en la vida de cualquier combatiente, el momento en que debía rendirse incondicionalmente, estaba cerca”, explicó.

“Comprendí también que mi nombre quedaría asociado para siempre con el acto, y que el odio y la distorsión de los hechos podían mancillar mi honor”, agregó.

“Pero el deber exigía que no prestara atención a tales consideraciones. Mi política era simple: intentar salvar tantas vidas como pudiera”.

A las 22.26, por la Radio de Hamburgo, Dönitz anunció: “Hombres y mujeres alemanes, soldados de las Fuerzas Armadas: nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído. Con el más profundo pesar y respeto, el pueblo alemán se inclina”.

Informó que era el sucesor designado y que asumía “la dirección del pueblo alemán en esta hora fatídica”.

En sus memorias dijo que creía que Hitler lo había nominado “porque deseaba allanar el camino para que un oficial de las Fuerzas Armadas pusiera fin a la guerra”, así que inició negociaciones para la rendición.

Su principal objetivo era permitir que el mayor número posible de soldados alemanes se rindiera a los aliados occidentales, en lugar de a las fuerzas soviéticas, que se creía tomarían una terrible venganza contra los prisioneros de guerra.

En la primera semana de mayo, se informó que 1,8 millones de soldados lograron salir del territorio controlado por los soviéticos.

Temprano en la mañana del 7 de mayo de 1945, una delegación alemana, bajo las órdenes de Dönitz, se dirigió al cuartel del general Eisenhower en Reims, Francia, y firmó los documentos de rendición.

El líder soviético, Joseph Stalin, insistió en otra ceremonia de firma en Berlín, que tuvo lugar en la madrugada del 9 de mayo.

Finalmente Dönitz fue arrestado por los Aliados el 23 de mayo.

El “gran disparate” del juicio

Durante su estancia en prisión en la ciudad alemana de Nuremberg, donde se realizaron los juicios a los antiguos líderes nazis, Dönitz concluyó que su nombramiento como sucesor de Hitler se debía a que “era el único líder vivo que no estaba bajo arresto ni bajo orden de muerte”.

“Claro que los líderes del Ejército seguían activos, pero ni la Marina ni la Luftwaffe les hacían caso. En consecuencia, me eligieron simplemente porque se consideró que yo podía lograr la paz con mayor facilidad”, dijo.

Y agregó: “Lo hice lo más rápido posible y ahora los estadounidenses quieren ahorcarme como sucesor de Hitler. Esto parece ser un ejemplo de humor yanqui”.

A Goldensohn le dijo que “el gran disparate de este juicio es que no incluye a los dos hombres culpables de los delitos, es decir, Hitler y Himmler”.

En ese juicio que le parecía absurdo, se dio cuenta de que había hecho todo lo contrario de lo que su admirado Führer había querido.

Había supuesto que él deseaba que negociara la paz: “No descubrí que esta suposición era incorrecta hasta el invierno de 1945-46 en Nuremberg, cuando por primera vez escuché las disposiciones del testamento de Hitler”.

Se enteró de que, en su testamento político, Hitler había llamado a los alemanes a “bajo ningún concepto abandonar la lucha, sino continuarla contra los enemigos de la patria, donde quiera que estén”.

De hecho, el párrafo inmediatamente anterior a aquel en el que lo nombraba como sucesor, decía: “Para darle al pueblo alemán un gobierno compuesto por hombres honorables, un gobierno que cumpla su promesa de continuar la guerra por todos los medios, nombro a los siguientes miembros del nuevo gabinete como líderes de la nación”.

Dönitz se defendió de los cargos en su contra alegando que nunca fue político, solo un oficial leal.

Afirmó desconocer los horrores del Holocausto, aunque luego admitiría en privado que sabía de los campos de concentración desde 1934.

Fue condenado a diez años de prisión, la pena más leve registrada para quienes no fueron absueltos y posiblemente el veredicto más controvertido del tribunal.

Muchos en el Ejército aliado lo consideraban un oficial honorable, que no merecía tal pena; otros tantos argumentan que su sentencia fue leve considerando la magnitud de la destrucción y la pérdida de vidas causadas por la Armada alemana.

Libertad

Dönitz permaneció impenitente de sus creencias nazis durante el resto de su vida.

Desde la prisión de Spandau, en Berlín, se presentó como candidato en la elección presidencial de 1954 en Alemania Occidental, pero le fue pésimo.

Quedó en libertad en 1956 y se retiró, con una pensión del gobierno al pequeño pueblo de Aumühle, en Alemania Occidental.

Escribió dos libros de memorias y concedió unas pocas entrevistas para documentales sobre la guerra.

Seis años antes de fallecer, en 1980 a los 89 años, se enteró de que algo que sospechó durante la guerra había sido cierto.

Cuando sus submarinos comenzaron a hundirse en rápida sucesión en 1943, se preguntó si era posible que la legendaria máquina Enigma nazi hubiera sido descifrada.

Descartó la idea: contaba con más de 150 billones de combinaciones, garantizando que las comunicaciones de las Fuerzas Armadas alemanas y sobre todo de la flota submarina funcionaran sin interferencias ni descifrado.

Pero en 1974 salió a la luz que un equipo de expertos británicos, liderado por Alan Turing, efectivamente lo había logrado.

Eso cambiaba la historia de la guerra que vivió.

“¡Ahora los historiadores tendrán que empezar de nuevo desde el principio!”, comentó.

El 1 de mayo de 1945, el ministro de Propaganda del Tercer Reich, Joseph Goebbels, uno de los colaboradores más cercanos de Adolf Hitler, le envió un telegrama trascendental al almirante Karl Dönitz.

Estaba marcado como “muy secreto” y “urgente”, y empezaba anunciando: “El Führer murió ayer a las 15.30 horas”.

Si esa frase era inquietante, la siguiente era desconcertante: “El testamento del 29 de abril lo nombra a usted presidente del Reich”.

Horas antes de suicidarse, Hitler, el “Führer und Reichskanzler” (o líder y canciller del Reich) lo había escogido como su sucesor, con Goebbels como canciller.

“Por orden del Führer, el testamento le fue enviado desde Berlín a usted, al mariscal de campo (Ferdinand) Schörner y para su conservación y publicación”, continuaba.

Y concluía: “El jefe de la Cancillería del Partido Nazi, (Martin) Bormann, tiene la intención de ir a verlo hoy para informarle de la situación. La hora y la forma del anuncio a la prensa y a las tropas le corresponde a usted. Confirme recibo”.

Goebbels, sin embargo, no esperó la confirmación: poco después se suicidó junto a toda su familia en el mismo búnker en el que lo había hecho Hitler.

Ni Bormann ni el testamento de Hitler llegaron, pues las fuerzas aliadas ya estaban por todos lados y lo impidieron.

Así, sobre los hombros de Dönitz, inesperadamente para él y para muchos, recayó el destino de la agonizante Alemania nazi.

“Me tomó completamente por sorpresa”, escribiría más tarde en sus Memorias: 10 años y 20 días (1959).

“Desde el 20 de julio de 1944, no había hablado con Hitler en absoluto, salvo en una gran reunión. (…) Nunca había recibido ninguna pista al respecto de nadie”, agregó.

¿Por qué fue el elegido?

Para entender por qué Dönitz fue elegido es necesario responder antes a otra pregunta: ¿por qué Hitler no señaló a Hermann Göring ni Heinrich Himmler, dos de las figuras más poderosas de la Alemania nazi?

De hecho Göring, as de la aviación de combate quien le ayudó a Hitler a tomar el poder en 1933 y permaneció a su lado mientras el Tercer Reich se expandía, había sido el elegido por el Führer durante años.

En 1941 incluso firmó un decreto secreto señalando que el comandante de la Luftwaffe sería el líder del Reich en caso de ser capturado o asesinado.

Pero el 23 de abril de 1945, cuando todo se estaba desmoronando, Hitler recibió un telegrama sorpresa de Göring, quien estaba a salvo a Berchtesgaden.

Le preguntaba si debía asumir el liderazgo de todo el Reich si Hitler permanecía en la Fortaleza de Berlín.

“Si no recibo respuesta antes de las 10 de la noche, daré por sentado que ha perdido su libertad de acción, daré por cumplidos los términos de su decreto y actuaré en beneficio de nuestra patria y nuestro pueblo”, escribió Göring.

Cerraba diciendo: “Sabe lo que siento por usted en este momento tan difícil de mi vida. Me faltan las palabras para expresarlo. Que Dios lo proteja y lo ayude a llegar aquí pronto, a pesar de todo”.

Hitler, furioso, le respondió a Göring diciendo que había cometido “alta traición”, y que si no renunciaba a todos sus cargos, enfrentaría la pena de muerte.

Antes del amanecer del 25 de abril, fue puesto bajo arresto domiciliario.

La segunda opción para asumir las riendas era Himmler, jefe de las temibles SS, que había estado con Hitler desde el principio y se había ganado el apodo de “der treue Heinrich” (el fiel Heinrich) tras años de fanático servicio.

Pero cinco días después de recibir el telegrama de Göring, el Fürher se enteró de que Himmler había intentado negociar con los Aliados e incluso había ofrecido entregar al Ejército alemán en el oeste al general estadounidense Dwight Eisenhower.

Además, había estado dando órdenes secretas sin autorización.

Según testigos presenciales en el búnker, Hitler “enfureció como un loco”.

Tras lo que consideró como deserciones, optó por Dönitz, quien no llevaba tanto tiempo codeándose con la cúpula, pero que se había ganado su respeto por su firme compromiso con la guerra, los ideales nazis y con él.

Mal loco

A pesar de que muchos se sorprendieron con la elección, Dönitz estaba lejos de ser un completo desconocido.

Había aparecido en la portada de la revista Time en 1942 y en 1943, por haber convertido a la fuerza submarina alemana en una devastadora máquina de matar.

“Lo que Adolf Hitler no pudo hacer por tierra para detener la marcha de los Aliados hacia las fronteras de Europa, el gran almirante Karl Dönitz, comandante en jefe de la Armada Alemana, se esfuerza por hacer en el mar”, decía el segundo artículo dedicado a sus hazañas.

Y esos esfuerzos eran tremendamente exitosos, tanto que, después del fin del conflicto, Winston Churchill confesó: “Lo único que realmente me asustaba durante la guerra era el peligro de los submarinos”.

Un peligro manufacturado por Dönitz.

Su profundo interés por todo lo relacionado con los submarinos, conocidos como U-Boot o U-boat, se disparó durante la Primera Guerra Mundial, cuando servía en la Armada Imperial alemana.

Pero en esa conflagración no le fue muy bien.

Unas semanas antes del Armisticio, atacó un convoy británico frente a Malta, pero terminó como prisionero de guerra en Inglaterra, fingiendo locura en vano.

Décadas después le comentaría a Leon Goldensohn, psiquiatra de la prisión de Núremberg: “No sabía nada de la locura ni de cómo fingirla”.

“Dos compañeros y yo pensamos que nos ayudaría en nuestros esfuerzos de escape si nos declaraban locos”, contó.

“Decidimos imitar a los submarinos. Caminábamos con la cabeza encorvada, haciendo ‘bzzz, bzzz’ e insistiendo en que éramos submarinos. Los médicos británicos eran demasiado listos. No llegamos a ninguna parte”, agregó.

“El aislamiento curó nuestro ‘estado mental’ en un instante”.

Lo que no le curó fueron las ganas de armar la mayor flota de submarinos de la historia, así tuviera que desafiar el Tratado de Versalles que le prohibía a Alemania poseer esas naves.

Estaba convencido de que los submarinos le hubiesen dado la victoria a Alemania en la Primera Guerra Mundial y creía que lo harían en cualquier otro conflicto venidero.

Así que incluso antes de que los nazis lo nombraran comandante de la primera flotilla de submarinos en 1936, ya se había preparado para reconstruir la Armada Submarina alemana, y dominaba todos los pasos claves del proceso, incluidos los técnicos y los logísticos.

Manada de lobos

Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Alemania contaba con 50 submarinos, la mayoría de corto alcance.

Al final de la guerra, para inmensa satisfacción de Dönitz, los submarinos alemanes eran los más avanzados del mundo.

Pero no era cuestión solamente de cantidad.

Dönitz argumentó que los buques mercantes aliados debían ser el objetivo principal de los submarinos.

El transporte exitoso de tropas y materiales era crucial. Por eso vulnerar las rutas marítimas constituía un gran arma.

Se abrieron varios frentes acuáticos y la que Churchill bautizó como Batalla del Atlántico fue la campaña militar continua más larga de la guerra.

La Armada alemana hundió más de 3500 buques aliados, perdiendo aproximadamente 784 submarinos en el proceso.

Eso sucedió, en gran parte, gracias a la estrategia de Dönitz.

Ideó una nueva técnica ofensiva conocida como la “manada de lobos”, en las que cazaban a los convoyes aliados con grupos de U-boats lo suficientemente grandes como para abrumar a las escoltas navales.

En la operación, varios submarinos atacaban el centro de un convoy, preferiblemente de noche, lanzando torpedos en todas direcciones y alejándose a toda velocidad.

En otra variación, el líder de la manada seleccionaba un barco en un convoy, atraía la atención de la escolta hacia el único encuentro mientras el resto de la manada, que a menudo operaba en la superficie en la oscuridad, avanzaba hacia las unidades mercantes desprotegidas.

Los ataques eran devastadores y, cuando la escala de la guerra aumentó con el ataque japonés a Pearl Harbor, los alemanes en submarinos disfrutaron de lo que llamaron la “época feliz”.

Se extendió desde enero de 1942 hasta alrededor de agosto de ese año, un período durante el cual los submarinos del Eje hundieron 609 buques con un total de 3,1 millones de toneladas, frente a una pérdida de tan solo 22 submarinos.

Miles de vidas se perdieron.

La verdadera crisis llegó a principios de 1943.

Reino Unido se estaba quedando sin combustible y el número de submarinos alemanes operativos había aumentado de 47 a 200.

No obstante, hubo un giro a favor de Londres.

Con agresivas tácticas antisubmarinas, mejores armas, el desarrollo de aviones de largo alcance equipados con radar y algo más que no se revelaría hasta tres décadas más tarde, la destrucción de submarinos alemanes se intensificó.

Dönitz decidió detener las operaciones submarinas en mayo de 1943.

Ese año, justo cuando la situación empezaba a tornarse en contra de Alemania, Dönitz asumió el mando de la Armada.

Hasta entonces, sólo había visto ocasionalmente a Hitler, pero desde ese momento empezó a reunirse con él al menos dos veces al mes y a crecer en su estima.

Últimos días

Dönitz, sin embargo, permaneció en un segundo plano político hasta que se convirtió en el último Führer del Tercer Reich tras recibir aquel telegrama del 1 de mayo de 1945.

“No dudé ni por un instante que era mi deber aceptar la tarea”, contó en sus memorias.

“Comprendí (…) que el momento más oscuro en la vida de cualquier combatiente, el momento en que debía rendirse incondicionalmente, estaba cerca”, explicó.

“Comprendí también que mi nombre quedaría asociado para siempre con el acto, y que el odio y la distorsión de los hechos podían mancillar mi honor”, agregó.

“Pero el deber exigía que no prestara atención a tales consideraciones. Mi política era simple: intentar salvar tantas vidas como pudiera”.

A las 22.26, por la Radio de Hamburgo, Dönitz anunció: “Hombres y mujeres alemanes, soldados de las Fuerzas Armadas: nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído. Con el más profundo pesar y respeto, el pueblo alemán se inclina”.

Informó que era el sucesor designado y que asumía “la dirección del pueblo alemán en esta hora fatídica”.

En sus memorias dijo que creía que Hitler lo había nominado “porque deseaba allanar el camino para que un oficial de las Fuerzas Armadas pusiera fin a la guerra”, así que inició negociaciones para la rendición.

Su principal objetivo era permitir que el mayor número posible de soldados alemanes se rindiera a los aliados occidentales, en lugar de a las fuerzas soviéticas, que se creía tomarían una terrible venganza contra los prisioneros de guerra.

En la primera semana de mayo, se informó que 1,8 millones de soldados lograron salir del territorio controlado por los soviéticos.

Temprano en la mañana del 7 de mayo de 1945, una delegación alemana, bajo las órdenes de Dönitz, se dirigió al cuartel del general Eisenhower en Reims, Francia, y firmó los documentos de rendición.

El líder soviético, Joseph Stalin, insistió en otra ceremonia de firma en Berlín, que tuvo lugar en la madrugada del 9 de mayo.

Finalmente Dönitz fue arrestado por los Aliados el 23 de mayo.

El “gran disparate” del juicio

Durante su estancia en prisión en la ciudad alemana de Nuremberg, donde se realizaron los juicios a los antiguos líderes nazis, Dönitz concluyó que su nombramiento como sucesor de Hitler se debía a que “era el único líder vivo que no estaba bajo arresto ni bajo orden de muerte”.

“Claro que los líderes del Ejército seguían activos, pero ni la Marina ni la Luftwaffe les hacían caso. En consecuencia, me eligieron simplemente porque se consideró que yo podía lograr la paz con mayor facilidad”, dijo.

Y agregó: “Lo hice lo más rápido posible y ahora los estadounidenses quieren ahorcarme como sucesor de Hitler. Esto parece ser un ejemplo de humor yanqui”.

A Goldensohn le dijo que “el gran disparate de este juicio es que no incluye a los dos hombres culpables de los delitos, es decir, Hitler y Himmler”.

En ese juicio que le parecía absurdo, se dio cuenta de que había hecho todo lo contrario de lo que su admirado Führer había querido.

Había supuesto que él deseaba que negociara la paz: “No descubrí que esta suposición era incorrecta hasta el invierno de 1945-46 en Nuremberg, cuando por primera vez escuché las disposiciones del testamento de Hitler”.

Se enteró de que, en su testamento político, Hitler había llamado a los alemanes a “bajo ningún concepto abandonar la lucha, sino continuarla contra los enemigos de la patria, donde quiera que estén”.

De hecho, el párrafo inmediatamente anterior a aquel en el que lo nombraba como sucesor, decía: “Para darle al pueblo alemán un gobierno compuesto por hombres honorables, un gobierno que cumpla su promesa de continuar la guerra por todos los medios, nombro a los siguientes miembros del nuevo gabinete como líderes de la nación”.

Dönitz se defendió de los cargos en su contra alegando que nunca fue político, solo un oficial leal.

Afirmó desconocer los horrores del Holocausto, aunque luego admitiría en privado que sabía de los campos de concentración desde 1934.

Fue condenado a diez años de prisión, la pena más leve registrada para quienes no fueron absueltos y posiblemente el veredicto más controvertido del tribunal.

Muchos en el Ejército aliado lo consideraban un oficial honorable, que no merecía tal pena; otros tantos argumentan que su sentencia fue leve considerando la magnitud de la destrucción y la pérdida de vidas causadas por la Armada alemana.

Libertad

Dönitz permaneció impenitente de sus creencias nazis durante el resto de su vida.

Desde la prisión de Spandau, en Berlín, se presentó como candidato en la elección presidencial de 1954 en Alemania Occidental, pero le fue pésimo.

Quedó en libertad en 1956 y se retiró, con una pensión del gobierno al pequeño pueblo de Aumühle, en Alemania Occidental.

Escribió dos libros de memorias y concedió unas pocas entrevistas para documentales sobre la guerra.

Seis años antes de fallecer, en 1980 a los 89 años, se enteró de que algo que sospechó durante la guerra había sido cierto.

Cuando sus submarinos comenzaron a hundirse en rápida sucesión en 1943, se preguntó si era posible que la legendaria máquina Enigma nazi hubiera sido descifrada.

Descartó la idea: contaba con más de 150 billones de combinaciones, garantizando que las comunicaciones de las Fuerzas Armadas alemanas y sobre todo de la flota submarina funcionaran sin interferencias ni descifrado.

Pero en 1974 salió a la luz que un equipo de expertos británicos, liderado por Alan Turing, efectivamente lo había logrado.

Eso cambiaba la historia de la guerra que vivió.

“¡Ahora los historiadores tendrán que empezar de nuevo desde el principio!”, comentó.

 

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