Hace tres décadas, hubo un lugar que no fue ni boliche ni bar, ni disquería ni restaurante, pero tenía algo de todo eso. Un sitio en la ciudad que mezclaba la euforia de los noventa con la nostalgia de vinilos. Se llamaba El Living y fue el refugio de una generación que buscaba algo distinto: una copa de vino, un tema de Depeche Mode y la sensación de estar en casa, pero mejor. Detrás de esa idea estaba Jorge D’Agostini, aunque en esa época lo conocían como Giorgi, un apodo heredado por decantación del glamour que dominaba la noche porteña.
-¿Jorge o Giorgi? ¿De dónde viene ese nombre?
-Es Jorge. En esa época estaban de moda “los italianos”, como los dueños de Filo y Piola, por eso empezaron a decirme Giorgi. Con los años me empezó a dar un poco de pudor, pero el apodo quedó.
-¿Qué hiciste antes de abrir El Living?
-Con mis hermanos tuvimos una disquería en Marcelo T. de Alvear y Esmeralda. Vendíamos vinilos en un circuito alternativo donde estaban El Agujerito, El Atril… lugares que ahora son historia. Yo viajaba, traía música de afuera. Ese era mi negocio hasta 1990 cuando decidí viajar a Italia.
-¿Por qué Italia?
-Viví varios años en Italia. Mi viejo era italiano y murió cuando yo tenía ocho años. Me quedó esa necesidad de conocer mis raíces. Me fui a Udine, en el Friuli, cerca de Austria y Eslovenia. Trabajé de obrero metalúrgico, aprendí carpintería. Después, con mi hermano sacamos un crédito y abrimos un negocio de productos orgánicos. Estuve allá cuatro años hasta que sentí que era momento de volver.
-¿Qué pasó cuando regresaste?
-Siempre sentí que la música era lo mío. Nosotros seguíamos sellos raros, como Mute Records, que editaba a Depeche Mode. Hice un convenio con una distribuidora en Florencia y empecé a vender esos discos acá. Y después pensé: mejor abro mi propia disquería.
-Y así surgió El Living…
-Sí, en 1994. Alquilé una mega casa en Marcelo T. de Alvear y Paraná, de 400 metros cuadrados. Me acuerdo que la vi y me puse a llorar: “¡Me fui al carajo! ¿Cómo voy a pagar esto?”. Pero me dejé llevar. Estaba muy enganchado con esa mezcla de industrial y decoración barroca que veía en lugares como el Louvre, con cuadros colgados. Por suerte, funcionó.
-Era en un primer piso, algo poco común.
-Claro. Un local en un primer piso es fracaso asegurado, todos me decían eso. Pero yo sentía que estaba en el momento justo, en el lugar indicado. Abrí el 12 de septiembre de 1994, en plena época de los CDs. La gente venía, se sentaba en los sillones, les daba un discman y escuchaban el disco que pensaban comprar. Era muy novedoso. La inauguración fue simple, sin fiesta, sin nada. Solo abrí la puerta. Yo no conocía a nadie. Confié en que la gente iba a venir por los discos. Y el boca a boca fue tremendo
-¿Cómo surgió el nombre?
-Un día le estaba contando a mi vieja cómo era el lugar y le dije: “Imaginate que es como un living”. Y ahí supe que ese tenía que ser el nombre. El Living.
-¿Cómo entraste en el mundo de la noche?
-Mi mamá le daba clases de yoga a la madre de Sergio De Loof, que en ese momento era como el rey del under y de la noche. Ella nos presentó y enseguida nos hicimos muy amigos. Éramos bastante distintos. Yo también terminé siendo bastante conocido en la noche, pero Sergio era mucho más visible, más estereotipado. Se movía en ese mundo más glam, salía con Alan Faena y toda esa gente… Yo era todo lo contrario. Si venía alguien como Madonna o Sebastián Bornstein, mandaba a otro a atenderlos. Solo aparecía si querían hablar conmigo. Siempre fui más de perfil bajo. Sergio que era muy conocido porque había tenido lugares míticos como El Dorado y El Morocco me armó una lista de contactos y me dijo: “Llamá de mi parte”. Él era muy top, muy cercano a Javier Luquez, que en ese momento era el relacionista público más importante. Y bueno, empecé a llamar. Fue como una manera de empezar a hacer prensa, sin proponérmelo del todo.
-¿Y cómo fue creciendo El Living?
-La gente no se iba, se quedaba. Entonces tiré una pared y abrí una pista de baile. Yo vivía arriba con una doberman y dos amigos, uno italiano y otro de Trenque Lauquen. Era como una cofradía. Después sumamos restaurante y cocina. Servíamos hasta 100 cubiertos por noche. Teníamos cinco personas de seguridad. Abríamos de jueves a sábado. Todo lo que ganaba lo invertía. Por eso viví ahí muchos años arriba, porque todo lo invertía para crecer.
El casamiento cool
-¿Cuál fue el primer gran evento?
-El casamiento de Sebastián Borrego con Paula Siero, que en ese momento era una modelo muy conocida de Ricardo Piñeiro. Esa noche fue una locura. Me acuerdo que un día estábamos con una amiga cosiendo unas cortinas gruesas para que no se escapara el ruido del dance, porque yo vivía paranoico con que los vecinos me iban a matar: al DJ siempre se le iba la mano con el volumen. Ese día me tocaron el portero eléctrico y escucho: “Hola, soy Sebastián Borensztein”. Bajé a abrir. Me explicó que venía del Morocco, que un amigo le había recomendado el lugar porque estaba organizando un evento. No me dijo cuál. Le mostré el espacio. Él estaba con Paula. Después de recorrerlo, me dijo: “Vamos a hacer nuestra fiesta de casamiento acá”. No lo podía creer. Me agarró un ataque de nervios.
-¿Cómo salió todo?
-Recién había abierto, hacía solo unos meses. Ni siquiera tenía aire acondicionado. Ese día hacía un calor infernal, así que puse unos ventiladores como los del subte, de esos que más que refrescar, despeinan. Las modelos bailaban y el pelo volaba por todos lados. Nosotros éramos todo lo contrario al glamour, éramos el “antifashion”, lo contrario a lo que en ese momento era la onda de El Cielo. Y a Borensztein le encantaba eso, buscaba algo así: relajado, auténtico. Vino todo el mundo: Fito Páez, Lerner, Tato… El casamiento salió bárbaro. Me acuerdo que, cuando terminó, Sebastián se me acercó y me dijo: “El próximo lo hago acá” (risas).
Jorge cuenta que le pidió a Sebastián un único favor, hablar dos minutos con su padre Mauricio Borensztein, más conocido como Tato Bores. “Ok. Este es el wisky que va a tomar mi papá, tomá”, le dijo su hijo como quien entrega un talismán. Jorge recibió la botella sabiendo que no era solo una bebida: era el pasaporte. Porque para hablar con Tato, no bastaba con tener algo que decir, había que estar a la altura. “Obviamente era el mejor whisky del planeta”, remata Jorge, entre risas.
-¿Qué famosos pasaron por El Living?
-Vinieron todos. Natalia Oreiro festejó su cumpleaños cuando hacía la novela con Echarri. Los Illya Kuryaki tocaron su primer acústico ahí. Fito, Spinetta… Yo era fan de “el flaco” y ni me animé a saludarlo. También Calamaro, Luis Salinas…
-¿Y políticos?
-Sí, también. En una época de elecciones -no me acuerdo bien de qué año- se había puesto de moda que los políticos usaran los boliches para hacer presentaciones. Vino un tal Lynch, no sé si es el que está ahora, y me pidió alquilar el lugar. Yo no estaba muy convencido, pero insistió tanto que le pasé una cifra ridícula. Pensé: si lo acepta, al menos vale la pena; y si no, ya fue. Con esa plata iba comprar los efectos de luces. Y aceptó. Lo hicimos, pero el problema fue que era un domingo a la tarde y nosotros habíamos trabajado la noche anterior hasta la madrugada. Me acuerdo que ese día andábamos todos como zombies, preparando unas empanaditas a las apuradas. Encima cayó Cavallo. Y me preocupé, porque no había seguridad. Me acuerdo que pensaba: “¿Y si matan a este tipo acá?”. Un delirio. Después también hicimos todos los festejos de Página/12, cuando era una revolución con Lanata.
-¿También estuvo Madonna?
-Sí, en 1996. Tenía un equipo de filmación enorme y una noche cayeron al boliche los escenógrafos. La pasaron bomba. Al día siguiente, suena el teléfono: un tipo hablando en inglés. Se lo pasé a mi amigo, el italiano y algo entendía. Cuando cuelga, me dice: “Son los escenógrafos de Madonna. Uno quiere festejar el cumpleaños acá… ¡mañana!”. En esa época, todos se mataban haciendo lobby para que Madonna pisara sus locales. Y a nosotros, que ni relacionista público teníamos, ¡nos cayó del cielo! Cuando llegó, me sorprendió: era muchísimo más chiquita de lo que me la imaginaba. Tenía un tapadito blanco con brillos. El lugar estaba explotado, todos querían verla. Hasta habían alquilado balcones de los vecinos para espiarla. Ella pidió agua Evian, llegó con su propio equipo de seguridad, y cerraron el lugar… pero nosotros ya teníamos 30 mesas reservadas para cenar. Y ellos, muy tranquilos, dijeron: “No hay problema, que se queden”. Así que, sin saberlo, hubo gente que vino a cenar y terminó compartiendo la noche con Madonna. No se lo olvidan más. Ella se quedó sentada, apoltronada en el living. En un momento pensé: “Este sillón lo guardo para siempre”. Pero después, no sé qué pasó… se perdió. ¡Ni idea dónde fue a parar! Yo no lo podía creer, pero no me saqué fotos. No me parecía correcto.
Jorge asegura que fue el creador de la mítica “Fiesta de los 80″, esa que después todos copiaron. “Me decían que era algo cursi, que no iba a funcionar… y terminó siendo un furor”, recuerda, con una mezcla de orgullo y revancha. Pero no todo en su historia fueron brillos y noches interminables. También hubo espacio para el compromiso social. Con El Living participó activamente en campañas solidarias, como la que organizó para recaudar fondos para la Fundación Huésped. La organización lo reconoció por su trabajo en el reciclaje de aluminio y por la donación de computadoras al Hospital Muñiz.
-¿Cómo impactó en vos ser el dueño de El Living?
-Yo siempre mantuve un perfil bajo. Ofrecía un servicio y estaba muy enfocado en eso. Capaz que algún amigo dirá que me vio un poco más agrandado, no te voy a mentir… pero yo me puse bastante firme, casi fiscal. No quería regalar nada. A mis amigos les cobraba igual que a cualquiera y les decía: “Si yo voy a verte a vos, que sos dentista, vos me cobrás y yo te pago. Y está perfecto que sea así, ¿me entendés?”. Era una forma de cuidar el laburo, incluso con los más cercanos.
El brillo que se apagó
-¿Por qué cerró El Living?
-En 2002 decidí irme del país. Estaba agotado, habían sido muchos años al frente del lugar y ya no daba más… estaba para el chaleco, como quien dice. Además, justo falleció una amiga muy querida y el país estaba en plena crisis, todo era un caos. Así que armé las valijas y me fui a Europa. Pasé un año en Italia y después abrí un restaurante en Barcelona que, por suerte, funcionó muy bien. El Living quedó en manos de mis hermanos, Silvio y Fabio. Fabio se ocupaba de la música, Silvio de la administración… pero esa chispa creativa, esa energía que le daba identidad al lugar, era algo que yo ponía. Sin eso, de a poco, El Living fue perdiendo brillo. Ya no era lo mismo. La magia se fue diluyendo.
Jorge se abrió definitivamente en 2006 y sus hermanos decidieron rebautizar el lugar por You Know My Name, como la canción de los Beatles. Siguió unos años más, pero tras la pandemia, cerró definitivamente. Así, sin ruido ni escándalo, se apagó una era.
Hace tres décadas, hubo un lugar que no fue ni boliche ni bar, ni disquería ni restaurante, pero tenía algo de todo eso. Un sitio en la ciudad que mezclaba la euforia de los noventa con la nostalgia de vinilos. Se llamaba El Living y fue el refugio de una generación que buscaba algo distinto: una copa de vino, un tema de Depeche Mode y la sensación de estar en casa, pero mejor. Detrás de esa idea estaba Jorge D’Agostini, aunque en esa época lo conocían como Giorgi, un apodo heredado por decantación del glamour que dominaba la noche porteña.
-¿Jorge o Giorgi? ¿De dónde viene ese nombre?
-Es Jorge. En esa época estaban de moda “los italianos”, como los dueños de Filo y Piola, por eso empezaron a decirme Giorgi. Con los años me empezó a dar un poco de pudor, pero el apodo quedó.
-¿Qué hiciste antes de abrir El Living?
-Con mis hermanos tuvimos una disquería en Marcelo T. de Alvear y Esmeralda. Vendíamos vinilos en un circuito alternativo donde estaban El Agujerito, El Atril… lugares que ahora son historia. Yo viajaba, traía música de afuera. Ese era mi negocio hasta 1990 cuando decidí viajar a Italia.
-¿Por qué Italia?
-Viví varios años en Italia. Mi viejo era italiano y murió cuando yo tenía ocho años. Me quedó esa necesidad de conocer mis raíces. Me fui a Udine, en el Friuli, cerca de Austria y Eslovenia. Trabajé de obrero metalúrgico, aprendí carpintería. Después, con mi hermano sacamos un crédito y abrimos un negocio de productos orgánicos. Estuve allá cuatro años hasta que sentí que era momento de volver.
-¿Qué pasó cuando regresaste?
-Siempre sentí que la música era lo mío. Nosotros seguíamos sellos raros, como Mute Records, que editaba a Depeche Mode. Hice un convenio con una distribuidora en Florencia y empecé a vender esos discos acá. Y después pensé: mejor abro mi propia disquería.
-Y así surgió El Living…
-Sí, en 1994. Alquilé una mega casa en Marcelo T. de Alvear y Paraná, de 400 metros cuadrados. Me acuerdo que la vi y me puse a llorar: “¡Me fui al carajo! ¿Cómo voy a pagar esto?”. Pero me dejé llevar. Estaba muy enganchado con esa mezcla de industrial y decoración barroca que veía en lugares como el Louvre, con cuadros colgados. Por suerte, funcionó.
-Era en un primer piso, algo poco común.
-Claro. Un local en un primer piso es fracaso asegurado, todos me decían eso. Pero yo sentía que estaba en el momento justo, en el lugar indicado. Abrí el 12 de septiembre de 1994, en plena época de los CDs. La gente venía, se sentaba en los sillones, les daba un discman y escuchaban el disco que pensaban comprar. Era muy novedoso. La inauguración fue simple, sin fiesta, sin nada. Solo abrí la puerta. Yo no conocía a nadie. Confié en que la gente iba a venir por los discos. Y el boca a boca fue tremendo
-¿Cómo surgió el nombre?
-Un día le estaba contando a mi vieja cómo era el lugar y le dije: “Imaginate que es como un living”. Y ahí supe que ese tenía que ser el nombre. El Living.
-¿Cómo entraste en el mundo de la noche?
-Mi mamá le daba clases de yoga a la madre de Sergio De Loof, que en ese momento era como el rey del under y de la noche. Ella nos presentó y enseguida nos hicimos muy amigos. Éramos bastante distintos. Yo también terminé siendo bastante conocido en la noche, pero Sergio era mucho más visible, más estereotipado. Se movía en ese mundo más glam, salía con Alan Faena y toda esa gente… Yo era todo lo contrario. Si venía alguien como Madonna o Sebastián Bornstein, mandaba a otro a atenderlos. Solo aparecía si querían hablar conmigo. Siempre fui más de perfil bajo. Sergio que era muy conocido porque había tenido lugares míticos como El Dorado y El Morocco me armó una lista de contactos y me dijo: “Llamá de mi parte”. Él era muy top, muy cercano a Javier Luquez, que en ese momento era el relacionista público más importante. Y bueno, empecé a llamar. Fue como una manera de empezar a hacer prensa, sin proponérmelo del todo.
-¿Y cómo fue creciendo El Living?
-La gente no se iba, se quedaba. Entonces tiré una pared y abrí una pista de baile. Yo vivía arriba con una doberman y dos amigos, uno italiano y otro de Trenque Lauquen. Era como una cofradía. Después sumamos restaurante y cocina. Servíamos hasta 100 cubiertos por noche. Teníamos cinco personas de seguridad. Abríamos de jueves a sábado. Todo lo que ganaba lo invertía. Por eso viví ahí muchos años arriba, porque todo lo invertía para crecer.
El casamiento cool
-¿Cuál fue el primer gran evento?
-El casamiento de Sebastián Borrego con Paula Siero, que en ese momento era una modelo muy conocida de Ricardo Piñeiro. Esa noche fue una locura. Me acuerdo que un día estábamos con una amiga cosiendo unas cortinas gruesas para que no se escapara el ruido del dance, porque yo vivía paranoico con que los vecinos me iban a matar: al DJ siempre se le iba la mano con el volumen. Ese día me tocaron el portero eléctrico y escucho: “Hola, soy Sebastián Borensztein”. Bajé a abrir. Me explicó que venía del Morocco, que un amigo le había recomendado el lugar porque estaba organizando un evento. No me dijo cuál. Le mostré el espacio. Él estaba con Paula. Después de recorrerlo, me dijo: “Vamos a hacer nuestra fiesta de casamiento acá”. No lo podía creer. Me agarró un ataque de nervios.
-¿Cómo salió todo?
-Recién había abierto, hacía solo unos meses. Ni siquiera tenía aire acondicionado. Ese día hacía un calor infernal, así que puse unos ventiladores como los del subte, de esos que más que refrescar, despeinan. Las modelos bailaban y el pelo volaba por todos lados. Nosotros éramos todo lo contrario al glamour, éramos el “antifashion”, lo contrario a lo que en ese momento era la onda de El Cielo. Y a Borensztein le encantaba eso, buscaba algo así: relajado, auténtico. Vino todo el mundo: Fito Páez, Lerner, Tato… El casamiento salió bárbaro. Me acuerdo que, cuando terminó, Sebastián se me acercó y me dijo: “El próximo lo hago acá” (risas).
Jorge cuenta que le pidió a Sebastián un único favor, hablar dos minutos con su padre Mauricio Borensztein, más conocido como Tato Bores. “Ok. Este es el wisky que va a tomar mi papá, tomá”, le dijo su hijo como quien entrega un talismán. Jorge recibió la botella sabiendo que no era solo una bebida: era el pasaporte. Porque para hablar con Tato, no bastaba con tener algo que decir, había que estar a la altura. “Obviamente era el mejor whisky del planeta”, remata Jorge, entre risas.
-¿Qué famosos pasaron por El Living?
-Vinieron todos. Natalia Oreiro festejó su cumpleaños cuando hacía la novela con Echarri. Los Illya Kuryaki tocaron su primer acústico ahí. Fito, Spinetta… Yo era fan de “el flaco” y ni me animé a saludarlo. También Calamaro, Luis Salinas…
-¿Y políticos?
-Sí, también. En una época de elecciones -no me acuerdo bien de qué año- se había puesto de moda que los políticos usaran los boliches para hacer presentaciones. Vino un tal Lynch, no sé si es el que está ahora, y me pidió alquilar el lugar. Yo no estaba muy convencido, pero insistió tanto que le pasé una cifra ridícula. Pensé: si lo acepta, al menos vale la pena; y si no, ya fue. Con esa plata iba comprar los efectos de luces. Y aceptó. Lo hicimos, pero el problema fue que era un domingo a la tarde y nosotros habíamos trabajado la noche anterior hasta la madrugada. Me acuerdo que ese día andábamos todos como zombies, preparando unas empanaditas a las apuradas. Encima cayó Cavallo. Y me preocupé, porque no había seguridad. Me acuerdo que pensaba: “¿Y si matan a este tipo acá?”. Un delirio. Después también hicimos todos los festejos de Página/12, cuando era una revolución con Lanata.
-¿También estuvo Madonna?
-Sí, en 1996. Tenía un equipo de filmación enorme y una noche cayeron al boliche los escenógrafos. La pasaron bomba. Al día siguiente, suena el teléfono: un tipo hablando en inglés. Se lo pasé a mi amigo, el italiano y algo entendía. Cuando cuelga, me dice: “Son los escenógrafos de Madonna. Uno quiere festejar el cumpleaños acá… ¡mañana!”. En esa época, todos se mataban haciendo lobby para que Madonna pisara sus locales. Y a nosotros, que ni relacionista público teníamos, ¡nos cayó del cielo! Cuando llegó, me sorprendió: era muchísimo más chiquita de lo que me la imaginaba. Tenía un tapadito blanco con brillos. El lugar estaba explotado, todos querían verla. Hasta habían alquilado balcones de los vecinos para espiarla. Ella pidió agua Evian, llegó con su propio equipo de seguridad, y cerraron el lugar… pero nosotros ya teníamos 30 mesas reservadas para cenar. Y ellos, muy tranquilos, dijeron: “No hay problema, que se queden”. Así que, sin saberlo, hubo gente que vino a cenar y terminó compartiendo la noche con Madonna. No se lo olvidan más. Ella se quedó sentada, apoltronada en el living. En un momento pensé: “Este sillón lo guardo para siempre”. Pero después, no sé qué pasó… se perdió. ¡Ni idea dónde fue a parar! Yo no lo podía creer, pero no me saqué fotos. No me parecía correcto.
Jorge asegura que fue el creador de la mítica “Fiesta de los 80″, esa que después todos copiaron. “Me decían que era algo cursi, que no iba a funcionar… y terminó siendo un furor”, recuerda, con una mezcla de orgullo y revancha. Pero no todo en su historia fueron brillos y noches interminables. También hubo espacio para el compromiso social. Con El Living participó activamente en campañas solidarias, como la que organizó para recaudar fondos para la Fundación Huésped. La organización lo reconoció por su trabajo en el reciclaje de aluminio y por la donación de computadoras al Hospital Muñiz.
-¿Cómo impactó en vos ser el dueño de El Living?
-Yo siempre mantuve un perfil bajo. Ofrecía un servicio y estaba muy enfocado en eso. Capaz que algún amigo dirá que me vio un poco más agrandado, no te voy a mentir… pero yo me puse bastante firme, casi fiscal. No quería regalar nada. A mis amigos les cobraba igual que a cualquiera y les decía: “Si yo voy a verte a vos, que sos dentista, vos me cobrás y yo te pago. Y está perfecto que sea así, ¿me entendés?”. Era una forma de cuidar el laburo, incluso con los más cercanos.
El brillo que se apagó
-¿Por qué cerró El Living?
-En 2002 decidí irme del país. Estaba agotado, habían sido muchos años al frente del lugar y ya no daba más… estaba para el chaleco, como quien dice. Además, justo falleció una amiga muy querida y el país estaba en plena crisis, todo era un caos. Así que armé las valijas y me fui a Europa. Pasé un año en Italia y después abrí un restaurante en Barcelona que, por suerte, funcionó muy bien. El Living quedó en manos de mis hermanos, Silvio y Fabio. Fabio se ocupaba de la música, Silvio de la administración… pero esa chispa creativa, esa energía que le daba identidad al lugar, era algo que yo ponía. Sin eso, de a poco, El Living fue perdiendo brillo. Ya no era lo mismo. La magia se fue diluyendo.
Jorge se abrió definitivamente en 2006 y sus hermanos decidieron rebautizar el lugar por You Know My Name, como la canción de los Beatles. Siguió unos años más, pero tras la pandemia, cerró definitivamente. Así, sin ruido ni escándalo, se apagó una era.