Como si se tratara de un juego de mamushkas, el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia esconde otros museos en su interior. Algunos de ellos pueden encontrarse a simple vista mientras que otros requieren de un poco de ayuda para ser descubiertos. Diseños de animales camuflados por todo el edificio, una cripta y muebles fabricados in situ son solo algunos de los secretos que guarda esta centenaria institución ubicada en el Parque Centenario (Ángel Gallardo 470).
Este museo es considerado el primero de nuestro país y cuenta con 24 colecciones vinculadas con las Ciencias Naturales, entre las que se pueden encontrar fósiles de dinosaurios, meteoritos, piedras preciosas y una gran variedad de animales autóctonos y exóticos taxidermizados. Debido a su antigüedad, la institución posee una colección “histórica” con el mobiliario y patrimonio artístico, científico e instrumental que se recolectó en sus más de 200 años.
La primera funcionó en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (fundada en 1810) y sus exhibiciones pueden catalogarse como un “gabinete de curiosidades” en el que “entraba de todo”. De hecho, con el correr de los años la colección creció tanto que acabó por dividirse en tres: todo lo vinculado a las Ciencias Naturales se mantuvo allí; las piezas de arte pasaron al Museo Nacional de Bellas Artes y los objetos históricos, al Museo Histórico Nacional.
“Tras su paso por la biblioteca, el museo fue trasladado al Convento de Santo Domingo (1816) y después a la Manzana de las Luces (1857). Hubo algunas sedes más hasta que llegó a Parque Centenario. En 1927 se construyó el pabellón de Taxidermia, el primero de este complejo. Ese edificio todavía existe y se encuentra oculto detrás del museo actual”, dice Ignacio Legari, conservador de exhibiciones y del archivo de la institución.
Con los ojos puestos en Europa, los arquitectos del Ministerio de Obras Públicas presentaron un plan inicial que fue magnánimo: se proyectaron trece pabellones de los cuales solo se construyeron tres. Los dos primeros, de estilo neorrománico, se terminaron en 1929, y el tercero, en 1939. Este edificio continúa la línea estética de sus predecesores, pero también presenta algunos detalles art déco.
La posibilidad de obtener un edificio exclusivo se logró gracias al trabajo de todos sus directores. “A lo largo de la historia, quienes encabezaron la institución provenían del ámbito científico. Muchos estuvieron enfrentados por las teorías que profesaban pero, cuando se trataba del museo, lograron ponerse un objetivo en común y pelearon por tener un predio propio”, celebra el conservador.
Al momento de pensar los planos, los arquitectos tomaron como inspiración al Museo de Historia Natural de Londres y, al igual que esta institución, proyectaron motivos ornamentales de flora y fauna para decorar el edificio. Apodado como la “catedral de la naturaleza”, el museo inglés fue construido entre 1873 y 1880 y se destaca por el trabajo conjunto de los artistas y los científicos.
Por su parte, según advierte José Martini en el libro El Museo Argentino de Ciencias Naturales, 200 años, “a diferencia de lo que pasó en el museo de Londres, en las pinturas y bajorrelieves (de nuestra institución), la imaginación artística no parece haber estado sujeta a un control científico con respecto a la relevancia y fidelidad de los modelos”.
Si bien son más artísticas que naturalistas, las piezas ornamentales del museo no dejan de sorprender por su belleza. Como los dos enormes búhos en la entrada y, tras subir las escaleras, las enormes arañas en los herrajes de las puertas principales. En el ingreso, al mirar hacia arriba, se perciben enormes ménsulas con forma de murciélago y bajorrelieves con escenas de animales autóctonos.
“Los dos búhos que coronan la fachada fueron elegidos porque representan la sabiduría. Después, en el edificio, todo lo que son patrones responde a figuras vegetales. Algunos diseños son más abstractos que otros”, señala Nicolás Valentini, auxiliar en el área de conservación de exhibiciones y archivo.
Las barandas de las escaleras internas dejan ver una fila de caracoles que parecen marchar hacia lo alto del edificio. “Es un detalle interesante porque, a simple vista, lo único que se ve es el caparazón pero, si observás con más atención, el caracol tiene la cabeza con sus cuatro antenas y una colita. Cada uno se toca con el otro. Este efecto óptico se da porque el hierro usado para el caparazón es más grueso y pregnante que el resto del cuerpo”, indica Legari.
No hace falta entrar al museo para disfrutar de algunos de estos detalles. Al pasear por el Parque Centenario se pueden ver las escenas de animales que decoran las paredes externas. Se trata de nueve bajorrelieves realizados por artistas contratados por la Dirección Nacional de Arquitectura. Algunos de ellos fueron identificados (porque sus obras están firmadas), mientras otros aún permanecen en el anonimato. Alfredo Bigatti, por ejemplo, realizó los bajorrelieves de flamencos y tapires; Donato A. Proietto se encargó de las llamas y los cóndores, y Emilio J. Sarniguet esculpió a los guanacos.
“Un detalle interesante es que el escultor Luis C. Rovatti realizó un bajorrelieve que representa una escena de pueblos originarios. Esto se debe a que el museo también contó con una sección de Ciencias del Hombre. Pero, a partir de 1944 esa colección fue trasladada al Museo Etnográfico [NdR: la mudanza coincide con un cambio de paradigma en el que la Antropología se alejó de las Ciencias Naturales para estar bajo la órbita de las Ciencias Sociales]”, cuenta Valentini.
Los planos iniciales indican que los arquitectos habían pensado en más diseños ornamentales que, finalmente, no fueron realizados. “Hace muy poco, revisando planos antiguos, nos dimos cuenta de que había más decoración proyectada de animales. Para las escaleras exteriores se habían pensado unas caras de mono (similares a las del museo de Londres) y otros ornamentos florales”, añade Valentini.
La escultura no es la única disciplina artística que hoy engalana la institución, sino que la Dirección Nacional de Arquitectura también contrató a tres pintores para que realizaran murales de paisajes. Los elegidos fueron Arturo G. Guastavino, Antonio Pibernat y Ernesto Valls, quienes plasmaron las escenas submarinas, lacustres y selváticas que hoy pueden observarse en la sala central de exhibiciones y en la biblioteca.
Como si fuera la piedra fundamental del museo, el cuerpo de Carlos Hermann Burmeister, su primer director (1807- 1892) y uno de los más queridos, descansa dentro de la institución. “Este es un detalle que a veces pasa un poquito desapercibido. Sus restos fueron trasladados aquí y hoy están en una cripta armada exclusivamente para él. El edificio es simétrico por lo que, a la derecha de la entrada, está la cripta y, a la izquierda, hay una habitación idéntica que tiene un tablero eléctrico. No podemos decir que es una capilla porque no está consagrada, pero sí tiene un crucifijo, dos candelabros, dos portavelas, una alfombra y la urna”, detalla Legari.
Como señal de respeto, una escultura de yeso de Burmeister custodia la entrada de la cripta. Dicha obra es una réplica de la original, que fue realizada en mármol de Carrara por el escultor alemán Richard Aigner y que hoy se encuentra en el Parque Centenario. Este no es el único nexo que existe entre el museo y el parque, sino que, desde la institución, invitan a explorarlo con ayuda de una serie de folletos creados por sus investigadores. Estos trípticos identifican la flora y fauna que vive en este espacio verde e invitan a aprender más sobre ella.
Como el engranaje de un reloj, que funciona a la perfección pero no se ve, en los sótanos del museo siempre hay y hubo movimiento. A mediados de la década del 20, se establecieron allí talleres de herrería, carpintería y una imprenta para construir con mayor celeridad los elementos necesarios para el montaje de las exhibiciones. “Se confeccionaban muebles, bases para apoyar las colecciones, soportes de hierro, etiquetas y carteles explicativos”, detalla Marcelo Canevari, otro de los autores del libro.
Actualmente, en esos mismos sótanos curadores, técnicos e investigadores del Conicet trabajan para conservar las miles de piezas de las colecciones; realizar tareas de laboratorio; asesorar a quienes buscan material de consulta y producir nuevos contenidos de divulgación científica. “Yo creo que, en ese punto, el espíritu original del museo sigue vivo. Su objetivo es conservar las colecciones nacionales y, a diferencia de otros museos, como el de Bellas Artes o el Histórico Nacional, nuestras piezas tienen uso diario, son material de consulta constante. Por este motivo es que la conservación que hacemos es bastante estricta, para poder preservar la colección a futuro”, comenta Legari.
Si bien la misión del museo se mantiene desde hace más de doscientos años, su impronta, la forma de gestionar y los criterios museológicos cambiaron según el contexto histórico. “A mí me gusta ver qué aportó cada uno de sus directores. Burmeister sentó las bases y puso el énfasis en el aspecto científico, se lo trajo de Prusia justamente para eso. Por su parte, Karl Berg (sucesor y discípulo de Burmeister) abrió el museo a la comunidad y, cuando revisás su archivo, encontrás que él hablaba mucho de los distintos tipos de público que se acercaban a la institución”.
Entre los registros que se conservan de este director, hay una carta que ayuda a entender cuál era el importante rol que cumplía el museo a fines del siglo XIX. “Una persona escribió por correo y pegó una hoja de árbol diciendo: ‘Esta hoja tiene un hongo, ¿podrían ayudarme a identificar cuál es?’. Esto muestra el servicio que ya daba el museo a la comunidad en esa época y también cómo la comunidad tomaba al museo (como un lugar de saber, de referencia). Me parece que eso es lo interesante”, detalla Legari.
“A Berg le siguieron otros directores, como Florentino Ameghino, quien entre 1902 y 1911 hizo grandes aportes al departamento de Paleontología. También estuvo Ángel Gallardo, que gestionó que se entregaran los fondos para construir este edificio. A mí me fascina Martín Doello Jurado porque fue quien organizó (entre 1924 y 1946) las colecciones del museo tal cual las tenemos hoy. Cada uno fue aportando su impronta. Los últimos directores y, hoy por hoy, Luis Cappozzo (el actual) buscan aggionar el museo y siguen apostando al contacto con la comunidad”, concluye el conservador.
Lejos de quedarse en el tiempo y con ánimos de innovar, quienes visiten hoy la institución también podrán disfrutar de los novedosos animatronics de dinosaurios que fueron ubicados en la entrada.
Como si se tratara de un juego de mamushkas, el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia esconde otros museos en su interior. Algunos de ellos pueden encontrarse a simple vista mientras que otros requieren de un poco de ayuda para ser descubiertos. Diseños de animales camuflados por todo el edificio, una cripta y muebles fabricados in situ son solo algunos de los secretos que guarda esta centenaria institución ubicada en el Parque Centenario (Ángel Gallardo 470).
Este museo es considerado el primero de nuestro país y cuenta con 24 colecciones vinculadas con las Ciencias Naturales, entre las que se pueden encontrar fósiles de dinosaurios, meteoritos, piedras preciosas y una gran variedad de animales autóctonos y exóticos taxidermizados. Debido a su antigüedad, la institución posee una colección “histórica” con el mobiliario y patrimonio artístico, científico e instrumental que se recolectó en sus más de 200 años.
La primera funcionó en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (fundada en 1810) y sus exhibiciones pueden catalogarse como un “gabinete de curiosidades” en el que “entraba de todo”. De hecho, con el correr de los años la colección creció tanto que acabó por dividirse en tres: todo lo vinculado a las Ciencias Naturales se mantuvo allí; las piezas de arte pasaron al Museo Nacional de Bellas Artes y los objetos históricos, al Museo Histórico Nacional.
“Tras su paso por la biblioteca, el museo fue trasladado al Convento de Santo Domingo (1816) y después a la Manzana de las Luces (1857). Hubo algunas sedes más hasta que llegó a Parque Centenario. En 1927 se construyó el pabellón de Taxidermia, el primero de este complejo. Ese edificio todavía existe y se encuentra oculto detrás del museo actual”, dice Ignacio Legari, conservador de exhibiciones y del archivo de la institución.
Con los ojos puestos en Europa, los arquitectos del Ministerio de Obras Públicas presentaron un plan inicial que fue magnánimo: se proyectaron trece pabellones de los cuales solo se construyeron tres. Los dos primeros, de estilo neorrománico, se terminaron en 1929, y el tercero, en 1939. Este edificio continúa la línea estética de sus predecesores, pero también presenta algunos detalles art déco.
La posibilidad de obtener un edificio exclusivo se logró gracias al trabajo de todos sus directores. “A lo largo de la historia, quienes encabezaron la institución provenían del ámbito científico. Muchos estuvieron enfrentados por las teorías que profesaban pero, cuando se trataba del museo, lograron ponerse un objetivo en común y pelearon por tener un predio propio”, celebra el conservador.
Al momento de pensar los planos, los arquitectos tomaron como inspiración al Museo de Historia Natural de Londres y, al igual que esta institución, proyectaron motivos ornamentales de flora y fauna para decorar el edificio. Apodado como la “catedral de la naturaleza”, el museo inglés fue construido entre 1873 y 1880 y se destaca por el trabajo conjunto de los artistas y los científicos.
Por su parte, según advierte José Martini en el libro El Museo Argentino de Ciencias Naturales, 200 años, “a diferencia de lo que pasó en el museo de Londres, en las pinturas y bajorrelieves (de nuestra institución), la imaginación artística no parece haber estado sujeta a un control científico con respecto a la relevancia y fidelidad de los modelos”.
Si bien son más artísticas que naturalistas, las piezas ornamentales del museo no dejan de sorprender por su belleza. Como los dos enormes búhos en la entrada y, tras subir las escaleras, las enormes arañas en los herrajes de las puertas principales. En el ingreso, al mirar hacia arriba, se perciben enormes ménsulas con forma de murciélago y bajorrelieves con escenas de animales autóctonos.
“Los dos búhos que coronan la fachada fueron elegidos porque representan la sabiduría. Después, en el edificio, todo lo que son patrones responde a figuras vegetales. Algunos diseños son más abstractos que otros”, señala Nicolás Valentini, auxiliar en el área de conservación de exhibiciones y archivo.
Las barandas de las escaleras internas dejan ver una fila de caracoles que parecen marchar hacia lo alto del edificio. “Es un detalle interesante porque, a simple vista, lo único que se ve es el caparazón pero, si observás con más atención, el caracol tiene la cabeza con sus cuatro antenas y una colita. Cada uno se toca con el otro. Este efecto óptico se da porque el hierro usado para el caparazón es más grueso y pregnante que el resto del cuerpo”, indica Legari.
No hace falta entrar al museo para disfrutar de algunos de estos detalles. Al pasear por el Parque Centenario se pueden ver las escenas de animales que decoran las paredes externas. Se trata de nueve bajorrelieves realizados por artistas contratados por la Dirección Nacional de Arquitectura. Algunos de ellos fueron identificados (porque sus obras están firmadas), mientras otros aún permanecen en el anonimato. Alfredo Bigatti, por ejemplo, realizó los bajorrelieves de flamencos y tapires; Donato A. Proietto se encargó de las llamas y los cóndores, y Emilio J. Sarniguet esculpió a los guanacos.
“Un detalle interesante es que el escultor Luis C. Rovatti realizó un bajorrelieve que representa una escena de pueblos originarios. Esto se debe a que el museo también contó con una sección de Ciencias del Hombre. Pero, a partir de 1944 esa colección fue trasladada al Museo Etnográfico [NdR: la mudanza coincide con un cambio de paradigma en el que la Antropología se alejó de las Ciencias Naturales para estar bajo la órbita de las Ciencias Sociales]”, cuenta Valentini.
Los planos iniciales indican que los arquitectos habían pensado en más diseños ornamentales que, finalmente, no fueron realizados. “Hace muy poco, revisando planos antiguos, nos dimos cuenta de que había más decoración proyectada de animales. Para las escaleras exteriores se habían pensado unas caras de mono (similares a las del museo de Londres) y otros ornamentos florales”, añade Valentini.
La escultura no es la única disciplina artística que hoy engalana la institución, sino que la Dirección Nacional de Arquitectura también contrató a tres pintores para que realizaran murales de paisajes. Los elegidos fueron Arturo G. Guastavino, Antonio Pibernat y Ernesto Valls, quienes plasmaron las escenas submarinas, lacustres y selváticas que hoy pueden observarse en la sala central de exhibiciones y en la biblioteca.
Como si fuera la piedra fundamental del museo, el cuerpo de Carlos Hermann Burmeister, su primer director (1807- 1892) y uno de los más queridos, descansa dentro de la institución. “Este es un detalle que a veces pasa un poquito desapercibido. Sus restos fueron trasladados aquí y hoy están en una cripta armada exclusivamente para él. El edificio es simétrico por lo que, a la derecha de la entrada, está la cripta y, a la izquierda, hay una habitación idéntica que tiene un tablero eléctrico. No podemos decir que es una capilla porque no está consagrada, pero sí tiene un crucifijo, dos candelabros, dos portavelas, una alfombra y la urna”, detalla Legari.
Como señal de respeto, una escultura de yeso de Burmeister custodia la entrada de la cripta. Dicha obra es una réplica de la original, que fue realizada en mármol de Carrara por el escultor alemán Richard Aigner y que hoy se encuentra en el Parque Centenario. Este no es el único nexo que existe entre el museo y el parque, sino que, desde la institución, invitan a explorarlo con ayuda de una serie de folletos creados por sus investigadores. Estos trípticos identifican la flora y fauna que vive en este espacio verde e invitan a aprender más sobre ella.
Como el engranaje de un reloj, que funciona a la perfección pero no se ve, en los sótanos del museo siempre hay y hubo movimiento. A mediados de la década del 20, se establecieron allí talleres de herrería, carpintería y una imprenta para construir con mayor celeridad los elementos necesarios para el montaje de las exhibiciones. “Se confeccionaban muebles, bases para apoyar las colecciones, soportes de hierro, etiquetas y carteles explicativos”, detalla Marcelo Canevari, otro de los autores del libro.
Actualmente, en esos mismos sótanos curadores, técnicos e investigadores del Conicet trabajan para conservar las miles de piezas de las colecciones; realizar tareas de laboratorio; asesorar a quienes buscan material de consulta y producir nuevos contenidos de divulgación científica. “Yo creo que, en ese punto, el espíritu original del museo sigue vivo. Su objetivo es conservar las colecciones nacionales y, a diferencia de otros museos, como el de Bellas Artes o el Histórico Nacional, nuestras piezas tienen uso diario, son material de consulta constante. Por este motivo es que la conservación que hacemos es bastante estricta, para poder preservar la colección a futuro”, comenta Legari.
Si bien la misión del museo se mantiene desde hace más de doscientos años, su impronta, la forma de gestionar y los criterios museológicos cambiaron según el contexto histórico. “A mí me gusta ver qué aportó cada uno de sus directores. Burmeister sentó las bases y puso el énfasis en el aspecto científico, se lo trajo de Prusia justamente para eso. Por su parte, Karl Berg (sucesor y discípulo de Burmeister) abrió el museo a la comunidad y, cuando revisás su archivo, encontrás que él hablaba mucho de los distintos tipos de público que se acercaban a la institución”.
Entre los registros que se conservan de este director, hay una carta que ayuda a entender cuál era el importante rol que cumplía el museo a fines del siglo XIX. “Una persona escribió por correo y pegó una hoja de árbol diciendo: ‘Esta hoja tiene un hongo, ¿podrían ayudarme a identificar cuál es?’. Esto muestra el servicio que ya daba el museo a la comunidad en esa época y también cómo la comunidad tomaba al museo (como un lugar de saber, de referencia). Me parece que eso es lo interesante”, detalla Legari.
“A Berg le siguieron otros directores, como Florentino Ameghino, quien entre 1902 y 1911 hizo grandes aportes al departamento de Paleontología. También estuvo Ángel Gallardo, que gestionó que se entregaran los fondos para construir este edificio. A mí me fascina Martín Doello Jurado porque fue quien organizó (entre 1924 y 1946) las colecciones del museo tal cual las tenemos hoy. Cada uno fue aportando su impronta. Los últimos directores y, hoy por hoy, Luis Cappozzo (el actual) buscan aggionar el museo y siguen apostando al contacto con la comunidad”, concluye el conservador.
Lejos de quedarse en el tiempo y con ánimos de innovar, quienes visiten hoy la institución también podrán disfrutar de los novedosos animatronics de dinosaurios que fueron ubicados en la entrada.