Entre el campo y el actual gobierno nacional hay tensiones formales y de fondo. Sería absurdo disimularlas. Afloran periódicamente y no porque las impulsen disidencias sobre la necesidad de sepultar ideas anacrónicas y prácticas corruptas que llevaron por largas décadas a la inanición del país.
El campo votó por Milei el 19 de noviembre de 2023. Pero votó por un candidato que prometía eliminar gravámenes confiscatorios y unidireccionales como los que sufre en relación con los restantes sectores productivos del país, y es poco lo que el Gobierno ha concedido a casi un año de haber asumido: eliminación de derechos a la exportación de carnes porcinas, lácteos, y reducción del 9% al 6,75% de los que pesan sobre las carnes vacunas.
Nada ha hecho, en cambio, con la parte del león: con el 33% sobre la soja y el 12% sobre el trigo y el maíz. En los discursos públicos, altos funcionarios de la Nación insisten en que las retenciones, tanto como el impuesto al cheque o a los ingresos brutos, figuran a la cabeza de la sinrazón en materia impositiva. Sin embargo, nadie ignora que en el proyecto de Ley Bases, para cuya aprobación el oficialismo debió resignar bastante más de la mitad de sus proposiciones –muchas de ellas de loables objetivos–, se pretendía dejar abierta la puerta para aumentar los porcentajes de retenciones que gravan a quienes se había ilusionado en la campaña electoral con otro tipo de promesa. El campo sabe que si esa iniciativa no llegó a consumarse fue por la oposición rotunda de un frente común entre gobernadores y legisladores.
En otras palabras, el Gobierno está en deuda con el campo tanto en el terreno político como ético, porque está en juego la palabra empeñada. De modo que deberá entender el malestar que han producido entre los productores los comentarios imprudentes pronunciados en los últimos días por algunos funcionarios. Si se ven, aquí o allá, silobolsas cargadas con granos producidos en la última cosecha, es porque esa es la moneda que los productores utilizan como capital de trabajo y medio de subsistencia.
La crítica embozada en la ironía resultaba más natural en boca de los ideólogos del kirchnerismo chavista, que nunca perdieron la ojeriza contra el sector productivo que con más templanza y convicciones ha levantado invariablemente las banderas de la libertad en todo sentido. Pero pretender que el producto de un descomunal esfuerzo se acomode a las conveniencias financieras de la administración, no es precisamente lo que se espera de un gobierno que dice hablar en nombre del liberalismo.
Un usuario de redes sociales que se identifica como “chacarero veloz” dijo que las silobolsas, lejos de ser una herramienta especulativa, constituyen un recurso para negociar tarifas de fletes y obtener precios justos a cosecha. El ministro de Economía, Luis Caputo, más desmedidamente eufórico de lo que había sido habitual en él, tal vez por logros macroeconómicos que están hoy más a la vista que antes o por mero contagio con el temperamento presidencial, encomendó a ese usuario: “Si en cuatro años estás disconforme, vas a poder votar otra alternativa”.
Las principales entidades agropecuarias (CRA, Federación Agraria, Coninagro, Sociedad Rural Argentina, Carbap, Cartez) contestaron al ministro después de que lo hiciera una decena de sociedades rurales bonaerenses. El común denominador fue que el momento no es el más indicado para las declaraciones inconducentes y, la más descarnada, que “si vas a maltratar que sea a quienes viven del Estado, no a quien lo mantiene (Ignacio Kovarsky, de Carbap, históricamente la entidad con menos pelos en la lengua, como que fue la única en sustraerse, en todo el espectro empresario argentino, al “pacto social” por el que presionó en 1973 el ministro José Gelbard).
El campo atraviesa un período de precios agrícolas bajos y por más que Pablo Quirno, secretario de Hacienda, haya dicho que “ya no se discute que el dólar está atrasado”, el sector en modo alguno consiente su aserción. Lo siente en el valor magro en pesos de sus exportaciones y en el costo y la distorsión económica que significa prolongar el festival de dólares de diferente valor que hay en la Argentina, en lugar de acelerar una unificación cambiaria, justa e igualitaria para todos.
Nada de esto amengua el reconocimiento de la tarea hecha por las autoridades económicas en cuanto a desregulaciones administrativas de todo orden que se han producido para beneficio de ganaderos y agricultores. Entre otras, las que redujeron para estos últimos de cinco a solo dos el número de declaraciones que debían hacer respecto de la trazabilidad de granos que ya se encontraba asegurada por otras vías.
Solo servían para aumentar la elefantiasis del Estado con el consiguiente dispendio en empleos prescindibles y complicar con papeles y más papeles la vida diaria de los productores. Cada cosa en su lugar.
Entre el campo y el actual gobierno nacional hay tensiones formales y de fondo. Sería absurdo disimularlas. Afloran periódicamente y no porque las impulsen disidencias sobre la necesidad de sepultar ideas anacrónicas y prácticas corruptas que llevaron por largas décadas a la inanición del país.
El campo votó por Milei el 19 de noviembre de 2023. Pero votó por un candidato que prometía eliminar gravámenes confiscatorios y unidireccionales como los que sufre en relación con los restantes sectores productivos del país, y es poco lo que el Gobierno ha concedido a casi un año de haber asumido: eliminación de derechos a la exportación de carnes porcinas, lácteos, y reducción del 9% al 6,75% de los que pesan sobre las carnes vacunas.
Nada ha hecho, en cambio, con la parte del león: con el 33% sobre la soja y el 12% sobre el trigo y el maíz. En los discursos públicos, altos funcionarios de la Nación insisten en que las retenciones, tanto como el impuesto al cheque o a los ingresos brutos, figuran a la cabeza de la sinrazón en materia impositiva. Sin embargo, nadie ignora que en el proyecto de Ley Bases, para cuya aprobación el oficialismo debió resignar bastante más de la mitad de sus proposiciones –muchas de ellas de loables objetivos–, se pretendía dejar abierta la puerta para aumentar los porcentajes de retenciones que gravan a quienes se había ilusionado en la campaña electoral con otro tipo de promesa. El campo sabe que si esa iniciativa no llegó a consumarse fue por la oposición rotunda de un frente común entre gobernadores y legisladores.
En otras palabras, el Gobierno está en deuda con el campo tanto en el terreno político como ético, porque está en juego la palabra empeñada. De modo que deberá entender el malestar que han producido entre los productores los comentarios imprudentes pronunciados en los últimos días por algunos funcionarios. Si se ven, aquí o allá, silobolsas cargadas con granos producidos en la última cosecha, es porque esa es la moneda que los productores utilizan como capital de trabajo y medio de subsistencia.
La crítica embozada en la ironía resultaba más natural en boca de los ideólogos del kirchnerismo chavista, que nunca perdieron la ojeriza contra el sector productivo que con más templanza y convicciones ha levantado invariablemente las banderas de la libertad en todo sentido. Pero pretender que el producto de un descomunal esfuerzo se acomode a las conveniencias financieras de la administración, no es precisamente lo que se espera de un gobierno que dice hablar en nombre del liberalismo.
Un usuario de redes sociales que se identifica como “chacarero veloz” dijo que las silobolsas, lejos de ser una herramienta especulativa, constituyen un recurso para negociar tarifas de fletes y obtener precios justos a cosecha. El ministro de Economía, Luis Caputo, más desmedidamente eufórico de lo que había sido habitual en él, tal vez por logros macroeconómicos que están hoy más a la vista que antes o por mero contagio con el temperamento presidencial, encomendó a ese usuario: “Si en cuatro años estás disconforme, vas a poder votar otra alternativa”.
Las principales entidades agropecuarias (CRA, Federación Agraria, Coninagro, Sociedad Rural Argentina, Carbap, Cartez) contestaron al ministro después de que lo hiciera una decena de sociedades rurales bonaerenses. El común denominador fue que el momento no es el más indicado para las declaraciones inconducentes y, la más descarnada, que “si vas a maltratar que sea a quienes viven del Estado, no a quien lo mantiene (Ignacio Kovarsky, de Carbap, históricamente la entidad con menos pelos en la lengua, como que fue la única en sustraerse, en todo el espectro empresario argentino, al “pacto social” por el que presionó en 1973 el ministro José Gelbard).
El campo atraviesa un período de precios agrícolas bajos y por más que Pablo Quirno, secretario de Hacienda, haya dicho que “ya no se discute que el dólar está atrasado”, el sector en modo alguno consiente su aserción. Lo siente en el valor magro en pesos de sus exportaciones y en el costo y la distorsión económica que significa prolongar el festival de dólares de diferente valor que hay en la Argentina, en lugar de acelerar una unificación cambiaria, justa e igualitaria para todos.
Nada de esto amengua el reconocimiento de la tarea hecha por las autoridades económicas en cuanto a desregulaciones administrativas de todo orden que se han producido para beneficio de ganaderos y agricultores. Entre otras, las que redujeron para estos últimos de cinco a solo dos el número de declaraciones que debían hacer respecto de la trazabilidad de granos que ya se encontraba asegurada por otras vías.
Solo servían para aumentar la elefantiasis del Estado con el consiguiente dispendio en empleos prescindibles y complicar con papeles y más papeles la vida diaria de los productores. Cada cosa en su lugar.